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viernes, 29 de septiembre de 2006

OPTALIDON.

Mi tendencia al despiste me acompaña desde pequeño. Recuerdo la facilidad con que me ensimismaba en los detalles de cualquier hallazgo y como sumaba horas y horas acomodado en los peldaños inferiores de la escalera de mi casa, absorto en cualquier faena que me sedujera.
En aquel verano, -en realidad durante casi toda mi niñez-, era fácil encontrarme sentado en el ultimo escalón, girado hacia el peldaño superior que usaba a modo de mesa, entretenido con cualquier cosa: manipulando hojas de papel que luego eran avioncitos; contando y amontonando los piñones que mi padre nos traía de “la corta”; releyendo minuciosamente los tebeos que en la Navidad pasada había traído mi prima como regalo de reyes; recolocando, -para la inminente batalla-, a mis rígidos indios de plástico entre las fichas de un dominó de madera mordisqueado por una perra pachona que tuvimos un tiempo atrás, que se llamaba “Si” y que no hacía mucho, murió envenenada por una vecina molesta de que se meara en el rellano de su casa,…
Eran tardes de calor; de transistor y costura; de camastros; de abanicos, de tulicrém y olor a café.
Andaba yo aquella tarde jugueteando con las hebras de hilo y un indio sin peana que me servía como el perfecto tarzán, aprovechando que mi madre cosía en la “sillica-baja”, con los pies en el escalón que me servia de asiento, mientras en nuestro viejo magnetofón (“sanllo”, leía), sonaba “Simplemente María” o “El consultorio de Elena Francis”.
Llevaba un tiempo diciendo que le dolía la cabeza y que cuando abriera el kiosco Catalina, -“la viuda” para mi padre-, le iría por una “Optalidon”, una autentica anfetamina que utilizaban, junto con el café, las amas de casa para hacer frente a todas las obligaciones que les eran propias, y que se vendía de estraperlo en kioscos, ya que era negocio asegurar a las marujas su dosis diaria.
En el momento en el que andaba enfrascado, trenzando otra colorida liana para mi tarzán, mi madre me recordó por enésima vez que había llegado la hora de que le hiciera el recado, con un sucinto “anda”. Quise remolonear un rato más con las dos pesetas destinada a la pastilla, -las perfectas esfinges para coronar mi castillo de fichas de dominó-, antes de dirigirme al kiosco. Atrás quedaba mi madre en el patio ocupada en cualquier otra farragosa tarea.
Al llegar a la tienducha de no más de dos metros cuadrados, me encontré con un representante que a golpe de catálogo reclamaba la atención de la tendera, la omnipresente e indiscreta vecina de ésta y una impaciente señora, de conversación frenética y risa estridente, que, acompañada de sus dos relamidas hijas, no veía el momento de mostrar orgullosa la manteleria de ganchillo, que al parecer había terminado hacía poco; amén de la marabunta de excitados chiquillos que todas las tardes esperaban ansiosos la apertura de la tienda para comprar los pertinentes polos flax o alguna otra golosina saturada de azúcar.
Todo apuntaba que había para rato, así que, con disimulo, me abrí hueco por aquel cuchitril hasta un rincón de la corrida vitrina, que hacia de mostrador, en cuyo interior la viuda atesoraba un sin fin de inasequibles y disparatadas bagatelas, así como la totalidad de las chucherías mas caras. Un lugar privilegiado para entretenerse mientras esperabas.
Completamente enajenado, casi con la nariz pegada en aquella manoseada vitrina, imaginaba la potra del hijo de la enlutada, -de haberlo tenido- y que compraría primero de haber tenido cinco duros. El tiempo pasaba y mi mente viajaba a través de aquel mostrador otorgando vida a todas aquellos tesoros que allí se exponían. No se cuanto tiempo pasó mientras permanecí ajeno a la actividad que giraba a mi alrededor, envuelto en los reflejos y sombras del trasiego de la gente, de los dulces aromas de los envases destapados, de la risas y las voces protocolarias de los niños (Cuanto vale esto?... Dos “desto”, tres palotes,... y esto?,... un chicle cheiw y cuatro “desto”,...y caramelos masticables…), el caso es que, después de un largo rato abandonado en los brazos de Morfeo, volví a la vigilia gracias al manotazo que hizo rodar
por toda la vitrina las pesetas que sostenía en mi mano.
-¡Manué, niñooo, que testoy hablando!,... ¡¿que qué quieeres?!. Me apremió familiarmente la viuda. Las emperifolladas niñas sonreían maliciosamente mientras la tendera y la señora de los manteles parecían no dar crédito a mi capacidad de abstracción. Eran las únicas que quedaban en la tienda y al parecer, era mi turno.
Despertado tan bruscamente, no sabía ni donde estaba y mucho menos que hacía allí. Las cuatro féminas me miraban expectantes, asi que, sin saber que decir, solo acerté a señalar lo que estaba mirando en el momento del zarpazo: Un pliego de cromos.
-¿Cromos?,… ¡Dos pesetas!, -Sentenció diligentemente la tendera mientras recogía las monedas que momentos antes había desparramado en el mostrador, (También fue puntería), dando así por finalizada la transacción.
Abandoné la tienda confundido pero ilusionado.
Cuando mi madre me encontró en la escalera tratando de girar sobre si mismos mis recién estrenados cromos a base de manotadas, me pregunto por el Optalidon, sospechando de mi nuevo entretenimiento.
-¡Adiooooo!.., aullé llevándome la mano a la cabeza calcando el gesto de aquel niño que en la tele se olvidaba los donuts.
Supongo que mi espontánea y sincera respuesta conmovió a mi madre, -eso o que la pobre ya no podía con su alma aquella tarde-, porque cuando ya pensaba en el castigo que vendría, sacó de nuevo dos pesetas de su monedero y me volvió a mandar a al tienda.
Esta vez, por suerte, no había nadie con la viuda.

sábado, 23 de septiembre de 2006

AVATARES

Es curioso como hacemos depender nuestra felicidad de los avatares de la vida.

Esta semana, como dice mi compañera en Cambil, “ha sido infernal”.
Una semana frenética donde no he andado muy fino, quizá demasiado afectado por las eventualidades que han salido al paso: dificultades en el trabajo, asistencia a jornadas, estudio de un farragoso tema para la academia, gastos imprevistos, situaciones inesperadas,… y bueno, mi amiga la Abubilla no ha aparecido para serenarme.
Pero todo pasa y ayer, casi sin esperarlo, comenzaron a resolverse las contingencias que me han tenido inquieto y crispado durante estos días.
Para empezar por la mañana conseguí dar con la tecla para que el calentador no siguiera dando el agua fría; luego, gracias al diálogo, se resolvió un escabroso asunto laboral que me atenazaba desde el lunes; pude conseguir un código que me pedía la radio del coche después de cambiarle la batería, dando fin a los viajes monótonos; logré recoger yo mismo un pedido de libros que esperaba desde hacia dos semanas, y gracias a que adelanté el trabajo que por la tarde iba a realizar en la academia, no solo pude comer, -gracias también a Juanma y su arroz con menestra-, sino que salí airoso en la lectura del tema que tocaba de estas fastidiosas oposiciones.
Al final del día pude relajarme y contemplar que si no hubiera ido tan acelerado, la semana habría acabado igual de bien.
Bueno, a ver que es lo siguiente, que aquí estoy.
Imagen: El Alavés baja a Segunda División.

miércoles, 20 de septiembre de 2006

LA TITA CHÉ. (2003).

Soy ché.
Soy y aquí estoy.
Soy trapera. Soy "la tita".
Soy viajera, "asistenta" y fontanera.
Soy "La Chana" ciclista.
Por mujer, soy la luna.
Soy pollo y seta, y vino soy.
Y soy un sinfín de cosas chicas.
Soy Granada y aceituna.
Soy mi huerto y mi Juanita.
Soy lo que he vivido y vivo lo que soy.

viernes, 15 de septiembre de 2006

LA CASA DE LOS MONSTER.

Mi situación de becario no iba a sacarme de pobre pero, para mi, era más que suficiente tener asegurados la manutención y el alojamiento.
Ese año se presentaba prometedor, teóricamente podía dedicarme a estudiar durante el día a cambio de permanecer, -con una compañera igual de novata que yo-, al cuidado de un grupo de 17 niños en horario de 10 de la noche a 8 de la mañana.
Apenas habían pasado cinco meses cuando ocurrió que el educador asignado a la residencia tornó su trayectoria profesional hacia educación y dejó su puesto vacante. Se me propuso para sustituirlo por lo que, sin esperarlo, a comienzos de 1991 firmé mi primer contrato como educador.
Podía imaginar que mi vida a partir de entonces sería distinta, ya no solo por las mejoras en las condiciones laborales, sino porque el cambio de horario me obligaba a dormir fuera de la residencia.
Busqué con premura alguna habitación para alquilar y gracias a Juanma pasé a formar parte de la fauna y flora de la “Casa de los Monster”.
La casa en cuestión, debía su nombre tanto a sus peculiaridades como a la gente que la habitaba. Con dos plantas, se ubicaba en un rancio barrio de la capital. Sus carencias eran más que considerables, no solo por ser fría y húmeda, sino por que algunas estancias eran completamente impracticables por encontrarse semiderruidas. La habitación que ocupaba mientras estuve allí, por ejemplo, estaba adornada con grandes planos de casas, toda alrededor, a modo de friso, más que por sentido estético, -que también-, era la original solución que encontró algún antiguo e imaginativo inquilino a la humedad verdosa que rezumaba de las paredes. Me asombro aún de la valentía del dueño por alquilar, -y la nuestra por ocupar-, semejante ruina.
Pero lo realmente llamativo de la casa era la gente que, accidentalmente o no, la habitaba: un heterogéneo e intermitente grupo de personas con sus propias costumbres, creencias y bagaje personal. Por allí desfilaban estudiantes, un bibliotecario, un guarda jurado, dos chicas que trabajaban en consumo, Juanma, -con todo lo que implica ese nombre-, el que os escribe… y mucha gente de paso. Casi todos estábamos allí temporalmente y no siempre coincidíamos, así que solo teníamos en cuenta una cosa: “vive y deja vivir”. Con tal panorama no es extraño que la vecindad nos viera como la mencionada familia televisiva.
En cierta ocasión arribó a la casa un extraviado estudiante de peritos. Era un tipo joven, pero tenía ese halo de viejo que acompaña al recién llegado del pueblo. Aún llevando algunos días todavía parecía algo confundido en cuanto a las diversas costumbres y excentricidades de cada uno de aquellos singulares habitantes.
En la -siempre sucia- cocina, existía un cacillo rojo que nunca se fregaba. Era “el-cacillo-del-té”. Un cazo con un deslustrado viso de años que su orgulloso dueño atesoraba como una de sus posesiones más preciada. Defendía la teoría de que manteniéndolo así, el té sabía mejor. Aseguraba que fregarlo sería un crimen, que sería como quitarle la magia, que perdería su solera. El cacharro era omnipresente, lo podías encontrar en cualquier sitio, sobre la hornilla forrada de papel Albal, cerca del fregadero junto a los platos sucios, en la mesa saturada de cosas, incluso, encima del frigorífico, siempre repleto de húmedas hierbas o sometido a algún somero enjuaguete. Pero, una cosa estaba clara, a nadie se le ocurría fregarlo, bien por respeto a la extravagancia de su dueño o simplemente por que a todos nos importaba una mierda que aquel cacharro estuviera o no limpio ya que solo su dueño bebía de él.
Tras una ajetreada mañana, llegué a la casa y me encontré con una escena inhabitual, el dueño del cazo, no tenia la locuacidad de costumbre, parecía taciturno y permanecía en silencio en el salón.
-“¿Que tal?” - pregunté al circunspecto amigo, tratando de romper aquel ambiente de gravedad.
Un gruñido fue su respuesta.
Sin dar importancia a su tosca contestación pasé a la cocina, lindante al salón, para tratar de aviarme algo de comer y me sorprendió, (más bien gratamente), encontrarla concienzudamente limpia.
-“¡Que limpio está esto!”, exclamé, “Has empleado bien la mañana”, le dije en mi segundo intento de acercamiento a mi parco interlocutor.
-“No he sido yo. Ha sido el nuevo”. Me respondió serio, refiriéndose al perito.
Al mirarlo, bien porque yo comenzaba a dar muestras de no entender, bien porque él no podía contener por más tiempo su desazón, me explicó escuetamente que pasaba:
-“Me ha fregao el cacillo”. Dijo abatido el bebedor de té. Y sus ojos brillaron inundados de una inmensa tristeza.
Al parecer, el nuevo inquilino, que no acababa de encajar, quiso agradar al personal dejando la cocina como una patena.
Se marchó pronto.

domingo, 10 de septiembre de 2006

RADIOLIVO

Hablar de Radiolivo es hacerlo del esplendor cultural que vivimos en el pueblo en la segunda mitad de los años 80 y la primera de los 90. Una autentica revolución que algunos tuvimos la fortuna de contemplarla desde su mismo epicentro.
Muchos relatos podrían escribirse sobre esta época. Una época de plena ebullición creativa -y hormonal- en la que encontramos una actividad que disfrutábamos profundamente, que nos unía, que compartíamos con una mentalidad abierta y confiada con todo aquel que se asomaba a “la emisora”. Una época desenfadada rebosante de frescura, imaginación y rebeldía.

Sirva esta entrada, de momento, para dejar constancia de su existencia e invitaros a escuchar una grabación de poco menos de una hora rescatada de una casette casi por casualidad, -como se rescatan los restos de un naufragio-, que recoge un trocito de la emisión de radiolivo en la sobremesa de un viernes de la primavera de 1989.

Radiolivo, primavera de 1989.

miércoles, 6 de septiembre de 2006

SEPTIEMBRE

Hoy el atardecer me ha acompañado de vuelta a casa.
En cada ojeada al retrovisor, ahí estaba, recordándome con sus colores que estamos en septiembre, evocándome momentos felices al iluminar el apacible paseo de unos ciclistas por una pista de tierra ocre.
Que recuerde, siempre me ha gustado salir en bicicleta por los caminos adyacentes al pueblo. Aquel septiembre, salía a cualquier hora, ya fuera por el mero placer del ejercicio físico o simplemente para alejarme de mi descorazonadora casa.
- ¿Donde vas con la calor, Indurain? – bromeaba algún conocido viejo del barrio al verme pedalear a horas intempestivas.
Sin embargo, fue la misma época en la que descubrí que los atardeceres de septiembre, pueden ser particularmente hermosos.
Aun no habían empezado las clases y Ella permanecía en el pueblo.
Por aquel entonces ya entraba en su casa y aunque no era querido, se me toleraba, así que todas las tardes me dejaba caer por allí.
Llegaba con mi vetusta bicicleta como los novios antiguos para colarme en la actividad vespertina de aquella familia. Tras tomar café protocolariamente, cada uno se ocupaba de manera relajada de sus deberes, hasta que llegara la hora oportuna para poder salir a la calle.
Yo me limitaba a esperar, como un niño espera que le permitan descubrir cualquier otra cosa al margen de todo lo impuesto. Trataba de parecer ocupado leyendo cualquier pastoso libro de su padre, pintando algún dibujo que llamara su atención o simplemente, mirando sin ver cualquier insignificante novela de la televisión, bajo la áspera presencia de su madre. Ella estudiaba, siempre estudiaba.
Una tarde, cuando ya pasó la calor, cobró fuerza la idea de dar un paseo en bicicleta y aunque la suya no estaba en muy buenas condiciones, a ella parecía apetecerle lo bastante como para hacer frente al argumento desfavorable de su madre.
¡Que delicioso aquel paseo!
El sol caía mientras jugaba al escondite con algunas nubes. Cada vez que aparecía entre ellas nos regalaba una nueva paleta de colores formada por la degradación cromática del cielo, las caprichosas sombras de las nubes y los rayos que como flechas cruzaban aquella bóveda de parte a parte.
El cielo se perdía en el horizonte rojizo pero no tenias que elevar demasiado la mirada para contemplarlo majestuosamente azul entre la nubes en las que los propios tonos grises, jugaban, ayudados por una placentera brisa, con los amarillos, naranjas y violetas que les regalaba el sol. Incluso, si te fijabas bien, también aparecía el verde entre algunos tonos del amarillo y el azul.
Ella pedaleaba con la cabeza gacha en el arenoso camino, pendiente de no caer de su destartalada bicicleta mientras yo, entusiasmado, la invitaba a grito pelado a contemplar aquel caleidoscópico cielo.
- ¡Mira, chiqui, mira el cielo!... ¡Mira aquel naranja!, ¡Ese violeta!,… ¡¡El verde,… aquella nube es verde!!...
Ella miraba cautelosamente… y sonreía.
Y por un buen rato me perdí en aquel espectáculo. El de su sonrisa.

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Para el que sabe ver todo es transitorio