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viernes, 28 de julio de 2006

RISA DE PURPURINA

Ayer entré en el despacho de Rafael, mi preparador de las oposiciones. Allí, descubrí como se afanaba entre purpurina y pegamento en lo que parecía una manualidad infantil.
Aunque me sorprendió el caos de papelitos, conchas, hojas y frutos secos que inundaba su mesa, no quise pecar de indiscreto y fui directo a tratar el asunto que me llevó hasta allí.
La conversación era tranquila pero animada, yo me apoyaba en los documentos que llevaba y él escuchaba mientras no dejaba de manejar los multicolores materiales de su mesa.
Llegado el momento en el que tomó la palabra para aclararme una cuestión, pude ver como, sin dejar de explicar, y con la destreza de años usando una técnica, terminó de colocar con pegamento una ramita en lo que parecía un pasador de los que utilizan las niñas para recogerse el pelo.
Debió de dar por acabado su trabajo, ya que se levanto y se encaminó diligentemente hacia una estantería donde exponía al menos una docena de broches. Me embelesé observando como mimaba la manera de situarlo junto a los otros, tomándose el tiempo necesario para conseguir el efecto que buscaba. Los reubicaba uno a uno y parecía abrir hueco para colocar los todavía por venir.
Estaba claro que su obra no acababa en cada pasador, asi que, inundado de curiosidad, me interese por su pasatiempo,-casi me pareció descortés no preguntarle-.
Supe que eran para su hija, una muchacha de “ventitantos” años que, de cuando en cuando y desde que tenia cuatro o cinco años, recibe de su orgulloso padre un buen puñado de pasadores para el pelo, decorados por él mismo con “todo lo pegable”. Cumplía años. ¡Que mejor momento para recibir otra remesa!.
Feliz, comenta como le gusta recibir nuevos diseños con la misma ilusión desde pequeña. Los conserva casi todos, (lo que les ha llevado a construir un mueble especial para exponerlos), y los utiliza a diario, dedicando el mismo mimo que el padre pone en hacerlos en elegir el que llevará ese día. Y no solo eso, las amigas de la muchacha insisten para conseguir un modelo exclusivo del padre.
Rafael lo cuenta mientras ríe abiertamente y su risa tiene el color de la purpurina.

miércoles, 26 de julio de 2006

PAPELITOS

Comenzábamos a mocear, y cuando se podía, nos gustaba participar de una de las principales prácticas iniciáticas hacia la madurez: sentarse alrededor de un velador del parque para tomar algo. Los más doctos, tinto con casera.
A la hora de sentarnos, se iniciaba una disimulada, (a la vez que frenética), lucha por colocarse junto a la persona elegida, lo que acarreaba que, el que no consiguiera su objetivo, se pasara la velada taciturno.
Yo sabía que me correspondía. A la hora de sentarnos, nos buscábamos con la mirada para, tácitamente, concertar nuestro inminente encuentro en la mesa. Un encuentro que vivíamos con fingida sorpresa:
-“¡Otra vez nos ha tocado juntos!”.
-“Si, ¡que casualidad!”.
Ya instalados, participábamos de la conversación insustancial de turno, convirtiendo en constreñida naturalidad nuestra incipiente relación.Procurábamos evitar las indiscretas bromas de la pandilla que pudieran abortar el acercamiento entre nosotros, por lo que, sin querer, fuimos inventando un código de sutiles gestos para comprobar, a cada poco, nuestra afinidad.
La miraba hasta que me miraba. Me miraba furtivamente y sonreía. Le pedía probar su bebida para, disimuladamente, poder tocarla... Pasaba la noche, deseando el más ligero contacto físico, aunque cuando nuestras piernas se encontraban debajo de la mesa, sufría tal espasmo que me hacia sonrojar.
En una ocasión, me descubrió mientras jugaba ingenuamente a hacer papelitos de una servilleta de papel. Un ridículo juego que le hizo sonreír. No supe por qué pero le ofrecí uno.
En la transferencia, nuestros dedos se tocaron y una descarga eléctrica me sacudió la espalda.
Serenamente, me preguntó con un gesto para qué era aquello. Yo me encogí de hombros, asi que, sin saber que hacer con él, lo arrojó al suelo.
Como no quería que aquello acabara tan pronto, le regalé un segundo papelito. Esta vez, me recreé en el gesto, alargando el roce de mi dedo índice en su palma.
Ella me obsequió con una deliciosa sonrisa.
Contaba con que repitiera su actitud de deshacerse del papel dándome así otra oportunidad de rozarle la mano, pero comprobé que esta vez prefirió quedárselo.
Las reglas del juego se estaban escribiendo en ese momento, por lo que, sin esperar a que se deshiciera del anterior, le di otro más, poniendo todo mi ser en la entrega.
Recuerdo como, durante una eternidad, nos abandonamos al brillo de nuestras miradas.
Habíamos inventado un juego. Nuestro juego.
El resto de las noches de aquel verano, las pasamos buscando nuestras cómplices manos debajo de la mesa para jugar. Yo entregándole papelitos y ella recibiéndolos y ambos descubriendo, en cada entrega, el sensual mundo del contacto físico.
Cuando decidíamos irnos, se evidenciaba el resultado de nuestro trajín cuando ella dejaba sobre la mesa el montón de papelitos que había acumulado.
Abandonábamos las terrazas con el clamor adolescente de las canciones y las risas sobre una nube de papelitos.

Hoy he rescatado mentalmente la escena. A diferencia de aquel entonces, no me he marchado con el grupo. He continuado sentado en la mesa durante un tiempo. El suficiente para ver como, a cada golpe de viento, los papelitos se van posicionando en el descollado borde de la mesa para que, en el siguiente soplo, se precipiten al suelo. Allí inician una alocada carrera en todas direcciones, como desatados niños saliendo al patio de recreo.

lunes, 24 de julio de 2006

JEZZÚS. (y II).

(Viene de...) Me comentaba haber tenido una importante colección de Jazz en vinilo, –“...no sé, cientos de discos”. Vivía en Francia, corrían los 60s o los muy primeros 70s. En cierta ocasión, completamente integrado en un grupo de amigos de mente abierta, incendiarias inquietudes culturales y economía resuelta, participó en un experimental encuentro lúdico-convivencial, celebrado en un lugar que él describía como una casa en el campo con un salón amplio con escasos muebles y un ventanal inmenso abierto al exterior.
El evento iba a durar algunos días, por lo que cada asistente, aportó algo para compartir con el resto y así hacer la estancia más variada y entretenida. Él trasladó su colección de Jazz.
Allí los asistentes se abandonaron durante (no se sabe cuanto) tiempo a la experimentación comunitaria de variadas expresiones del arte, la práctica del amor libre y la cata indiscriminada de LSD, (además de otras substancias). Así que, llegado el momento, con la conciencia alterada, cada cual se adentraba en su propia individualidad, siendo su percepción del espacio y el tiempo una psicodélica recreación de su confundida mente.
El “viaje” de Jesús fue como poco iniciático y esa iniciación también lo fue para mi ya que comenzaba a atisbar la variedad de lecturas que puede tener la vida. (Nos empeñamos en quedarnos con la que más duele).
Relataba como vivió el atardecer aquel día. Aturdido se sentó en el suelo dando la espalda a la pared de enfrente de la cristalera. Desde allí, contempló una desatinada danza de desconocidas y figuras negras de movimientos lánguidos y apagadas voces humeantes delante de una incandescente pantalla naranja, (obviamente no era otra cosa que el contraluz de sus activos compañeros delante del ventanal mientras caía la tarde). Cada vez más aturdido, aún podía diferenciar a su derecha unas parsimoniosas sombras que mascullaban ininteligibles palabras, mientras crecía a sus pies un extraño montículo. Las negras siluetas se empecinaban una y otra vez en remontar la colina de lo que parecía nieve negra, podía oír el crujir de la nieve bajo sus pies mientras resbalaban y se fundían las unas con las otras.

Todo le resultaba claustrofóbico por lo que se levantó para buscar la salida avanzando pesadamente a través del salón con el “craokc, craokc” de sus pisadas en la nieve. Ya en el exterior se adentro a un mundo desconocido de abstractas visiones. Angustia, sudor frío y luego... oscuridad.
Bien avanzado el día, trató de orientarse. Localizó la casa y se dirigió a ella atravesando un verdadero campo de batalla sembrado de miles de variopintos objetos y algunos delirantes guerreros declamando todavía su cruzada particular.
El aspecto del interior no era mejor. La amalgama de olores a sándalo, fruta, resina y plástico era intensa pero no desagradaba. Miró a su alrededor hasta que divisó una cara conocida. Sin perder su mirada, (buscando respuestas que pudieran ayudarle a ordenar el rompecabezas de su mente), se adentró en el salón. No lo había cruzado a la mitad cuando un resbalón le hizo reparar de lo que estaba formada la colina informe que cubría buena parte del el piso: Cientos y cientos de discos destrozados.
Sus discos.
Al parecer el delirio de su camarada consistió en demostrar la extravagante teoría de que los discos se habían transformado en los relojes blandos de Dalí, por lo que, colocándolos bocabajo, los hacia deslizar de su funda en su empeño de demostrar el carácter elástico de los mismos. Cayendo uno tras otro al suelo se amontonaban para, inconscientemente, ser aplastados por la horda caótica de la noche anterior.
Jesús entendió que la nieve por la que anduvo esa noche, no era otra cosa que sus discos crujiendo bajo sus pies.
Imagen: Encounter de Maurits Cornelis Escher. 1944

JEZZÚS. (I).

Esa tarde sonaba alguno de los discos que trajo Jesús respondiendo a mi afán de hacer acopio de música. “Giant steps” de John Coltrane, “All for you” de Diana Krall, ”Fathers & sons” de la Familia Marsalis, “Karma“ de Pharoah Sanders,...
En ese ambiente compartido de descanso, música y diálogo supe más de él, algunas cosas realmente sorprendentes.
Descubrí, por ejemplo, su edad (aparentaba muchísimos menos), la curiosidad, (esa búsqueda en otro de algo nuestro), me llevó a preguntarle.
–“No me gusta decir la edad, puede crear...”, no terminó la frase, no porque no encontrara la palabra, solo la omitió. La acabé yo mentalmente: “...prejuicios”, reconociéndome en la impresión que me causó sus 57 años.
Supe también que estuvo en Japón, –“el sol nos acompañaba durante casi todo el viaje”-, recibiendo las enseñanzas de un maestro budista para más tarde arribar en el centro de retiro “O-sel-ling” en Granada; que marchó al extranjero para evitar hacer la mili -“En aquellos tiempos no podías elegir”- y que había sido campeón nacional de esgrima –“…y bueno, al final gané el campeonato de España”-.
Al paso de un ángel, (¿que podía decir después de todas las historias que estaba escuchando?), le pregunté si su colección de Jazz era muy extensa, (evidenciando esa debilidad por las cifras que, según el Principito, tenemos los mayores), lo que originó el relato de otra historia no menos sorprendente. (Continúa en...)

martes, 18 de julio de 2006

INTRO.

Una historia nos pertenece en el momento que la vivímos. No solo viviéndola en primera persona, sino también, escuchando - recordando - inventando - viendo - soñando - escribiendo - olvidando - … compartiéndola.
Si nos situamos como simples espectadores ante cualquier episodio que la vida nos ofrece, en vez de cómo sufridores protagonistas, cualquier historia resulta infinitamente amable.
Sirva esta reflexión para que en la próxima entrada trate de rescatar algunas de las sensaciones que me asaltaban en aquel tiempo cuando comenzaba a escuchar Jazz. (...)

lunes, 17 de julio de 2006

"LOVE SUPREME"

Fue en Navidad cuando Mila se presentó, la tarde que quedamos en el pueblo, con el encargo que le habia hecho unas semanas atrás: El magnifico disco "A Love Supreme" de John Coltrane (Edición de Luxe). No esperé, enseguida lo coloqué en el "magnetofón" y le dí al "Play".
Me lo entregó en la "Cochera de su hermano", un antro, donde quedábamos para beber y fumar a destajo y cuando las bromas dejaban de atropellar la conversación, preguntarnos como estábamos.
La mayoria de las veces daba tiempo a eso, solo a preguntar, porque mientras el entrevistado se detenia un momento para tratar de encontrar las palabras precisas que expresaran como se sentía o que le preocupaba, -tratando de evitar, por otra parte, cualquier juicio de valor erróneo-, aparecía una colleja (manera indiscutible de decirnos que nos apreciábamos), un "porrillo" (peta, trujal, McEndfly) justo en las narices al grito de -"¡que rule!" o la indiscreción inocente de una mirada demasiado cercana.
Por eso, ahora parece que, tendemos a obviar las palabras y comprender que los que nos atrevíamos a preguntarnos como estábamos en aquel entonces, estábamos -aún todavía- aquejados del mismo mal. Ese mal que, en ocasiones, tiene la forma de cansancio inexplicable, de dolor ilocalizable, ese mal que, adopta la forma de la ausencia de alguien que nos diga que lo hacemos bien, de la necesidad de querer poder hablar sin que nos juzguen.
Fue en ese instante, cuando Coltrane se afanaba en hacerse entender, cuando Jóse me propinó una colleja particularmente intencionada, cuando encontré la mirada de Mila con una ternura infinita: - "No pega, ¿no?". Fue en aquel instante cuando comprendí que no era el momento de escuchar el disco. Puede que ahora lo sea.

domingo, 16 de julio de 2006

BIENVENIDOS

Como siempre, cada vez que hablo con Juanma, o me doy un descanso -la intensidad llega a ser demoledora-, o me embarco en la idea que propone para la ocasión.
Hoy, un Blog.
La historia -puede leerse tragedia- radicará en si será una obligación más de la que me tenga que ocupar o el entretenimiento oportuno para dar rienda suelta a ese mundo interior que todos llevamos dentro y que de cualquier manera acaba devorándonos -ya sea desde dentro o desde fuera-.
De cualquier manera, el presente cuaderno comienza a sonar con la exquisitez de las formas y colores del maravilloso disco "Love Supreme" de John Coltrane.

Hola a todos, bienvendos a "El Amor Supremo".

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Para el que sabe ver todo es transitorio