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martes, 1 de febrero de 2011

MIEDO A VOLAR.

"La libertad es la cárcel más grande de todas las cárceles".
Javier Corcobado
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Según mi hermana, “de niño era muy bueno”, “donde lo dejabas se quedaba”, dice. Lo que probablemente no recuerda es que la mayoría de las veces en las que mi padre o alguno de mis hermanos salían, me hubiera gustado acompañarlos, -en lo que a mi se me antojaba como una estupenda oportunidad para conocer el mundo-, pero pocas eran esas veces en las que alguno de ellos estaba dispuesto a consentir mi compañía.
Fue en un radiante día de la primavera de mi niñez cuando muy de mañana, mi padre me permitió acompañarlo a “pillar colorines”, -siempre y cuando, claro, fuera capaz de obedecerlo en todo y permanecer “muy callado”, toda vez que nos metiéramos en faena-.
Ardua tarea aquella –no el silvestrismo, que también, sino contener mi excitación, digo-, más aún cuando mi mente infantil imaginaba ya antes de salir dónde habría de colocar la jaula para disfrutar plenamente de mi ilusorio arco iris plumífero. Después de un primer aviso, las condiciones establecidas por mi padre parecían más que razonables, si con eso acabábamos cazando alguno de aquellos pájaros de tan vivos y maravillosos colores.
Aunque desde el principio y durante todo el camino, mi padre me llamara la atención haciendo alarde de su escueto repertorio de súplicas, advertencias y amenazas –consistentes y coincidentes todas ellas en “volvernos a casa de inmediato”- mi imaginación no cesaba de volar junto a aquel quimérico jilguero por el que me mostraba tan ansioso de atrapar.
Pasamos la mañana agazapados entre los olivos que custodiaban un campo en barbecho, divisando a lo lejos la mata atestada de varillas engomadas con liria que mi padre había colocado tan estratégicamente en aquel calvero. Mi abnegado padre, echándose de vez en cuando un cigarrito y de cuando en vez pidiéndome silencio, -sobre todo cuando me abstraía en demasía y acababa escarbando con un palito en mis pensamientos, hasta el punto de llegar a creer que, si aquello era así, no era tan divertido eso de cazar colorines-, tuvo en todo momento puesto un ojo en la mata y otro en lo que yo hacía, y llegado el momento, -valga la redundancia- cuando dio por terminada la faena, con todo pudimos volver a casa con un ejemplar preso en una jaula minúscula.
Ilusionado, corrí con aquella jaula con un remolino de colores revoloteando en su interior para mostrar a mi madre nuestra captura, pero su, ya por aquel entonces más que incipiente, sufrida abnegación se deshizo de mi con una de sus tajantes sentencias:
- “No hacéis nada más que darme trabajo”.
Mi ilusión por el ave era tanta que tardé un amén en deshacerme de la afección de aquel despropósito, aunque mi ocurrente padre, que obviamente le tenía cogidas las vueltas a Doña Tecla, salió al quite y haciendo de nuevo alarde de su parquedad, dijo algo entre descorazonador y enigmático.
- “A ver si canta”.
Aunque me costó un rato, llegué a entender que esa sería condición ”sine qua non” tendría que despedirme del pájaro.
Después de un tiempo, mi antojo por el bicho seguía tan vivo que no me dejaba percatarme de que mientras siguiera contemplando los vivos colores de su plumaje a través de unos barrotes, algo se le iba apagando de a poco, algo tan necesario para él que le impedía cantar.
Pasaron los días y el pájaro no cantó.
Para no disgustarme, se decidió que la decisión de soltarlo fuera mía, pero desde mi inconsciente ceguera, no podía alcanzar a ver que cuanto más lo retenía, más me alejaba de él. Al final, no sin reticencia, acabé admitiendo que si el animal no podía mostrarse en su plenitud, con sus colores y su canto, lo mejor sería soltarlo. Supongo que mi atención ya estaba puesta en alguna otra cosa. Mis padres en todo momento, de cualquier manera, sabían que era cuestión de esperar
Tardó milésimas en remontar el vuelo emitiendo un graznido, que perfectamente podía interpretarse como “gracias” o como “ahí te quedas, hijoputa”,… lo curioso del caso es la sensación de libertad con la que quedé mientras miraba como se alejaba, esa libertad que tiene que ver mas con el verdadero conocimiento de nuestra más íntima identidad –tan flexible que nos lleva a actuar de una u otra manera y reconocer ambas como válidas-, más con nuestra propia naturaleza que con el insípido y caprichoso "libre albedrío".
Me gusta pensar que algunos de los pájaros que pasan por mis ventanas saludan al pasar.

Imagen: "Sin título" de Santiago Ydañez. 2009.

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Para el que sabe ver todo es transitorio