EL COLOR DEL MIEDO.
Bueno, en realidad he parado en uno de tantos núcleos de población cercanos, y administrativamente dependientes, a la capital Murciana.
Lo primero que aprecias al llegar a un nuevo lugar es su luz, -en cualquier sitio existen mínimos matices-, esa luz definida por su orografía -siempre alterada por la actividad de sus habitantes-, por su clima, por el color de su vegetación, de sus edificios, de sus gentes.
Y es precisamente eso lo que llama la atención en este lugar, los numerosos y variados matices cromáticos de su población. Sudamericanos, centroeuropeos, árabes y africanos sobreviviendo en infinidad de situaciones mas o menos favorables, coexistiendo con una, aparentemente, reducida población local no siempre de manera cordial.
En estos días he tenido la oportunidad de contemplar a alguien sintiendo verdadero miedo un miedo profundo, enraizado en la misma existencia del que lo padece.
Un vespertino paseo nos llevó hasta el “opencor”, un negocio con artículos de “primera necesidad” y no tan de primera, atendido por anodinos empleados, -curiosamente ninguno foráneo-, trabajando por turnos, “24 horas al día, 365 días al año”, como reza su eslogan. Obviamente pensado para hacer dinero a deshoras.
Esa noche atendían el local tres empleados: Una chica de marchito peinado encargada de la “panadería”, con el despiste propio del que piensa más en lo que hará que en lo que hace; un nervioso chico ajetreado en cobrar los dispares artículos que pasaban por la caja y un musculoso y pueril vigilante de ojo avizor jugando a ser eficiente que importunaba nuestro inocente curioseo en aquella exposición de inapetecibles libros y caprichosas bebidas.
Mientras tres chicos, quizá polacos, coincidían con nosotros en el puesto del pan, algún grupito de muchachos de acento árabe y sudamericano, pululaban entre los estantes.
Ya en la cola para pagar, fuimos testigos de la escena que nos ofreció el escrupuloso vigilante que inesperadamente y sin ningún miramiento, preguntó a su compañero de caja si recordaba cuantos CDs había en un rincón de la tienda.
-Cinco -contestó apáticamente el cajero-.
Parecía esperar esa respuesta para poner en marcha un deliberado plan que habría de recuperar el artículo que al parecer había sido sustraído por no-se-sabía-quién, un plan quizá urdido en décimas de segundo por su cuadrada cabeza: Ordenando al atareado cajero que no dejara salir del local a un sorprendido chico que con acento árabe preguntaba porqué, el indiscreto guardián emprendió la persecución de otros chicos que, momentos antes, habían salido de la tienda, haciéndonos participes a todos los presentes de que alguien había cometido un delito en sus dominios pero que tenía controlada la situación.
El vigilante abandonó el lugar por una de las dos puertas existentes, con pose exhibicionista, sacando pecho, dando amplias zancadas aparentando no costarle esfuerzo. La orden que escupió a su atareado compañero no se cumplió, el chico árabe aprovechó la coyuntura para marcharse por la otra puerta. Acto seguido vuelve de nuevo a entrar en escena el vigilante con las manos vacías que enseguida es advertido por un comprometido cliente, totalmente cautivado por la trama de la película, de por donde había escapado el presunto malhechor. De nuevo contemplamos otra exhibición de carrera, esta vez hacia la puerta contraria.
Poco tiempo pasó para que volviera a entrar el petulante gorila, esta vez atenazando con su brazo esculpido a golpe de mancuerna el cuello de un joven sudamericano a cuya mano se aferraba un confundido niño de unos ocho años. Dos perfectos cabezas de turco.
-Pero, ¿porque me coge así?, señor,… Vamos a hablar, señor,… Por favor, suélteme, señor, hablemos,… no me voy a ir, señor,… ¿por que me coge así?,… -gemía el adolescente, mientras, el niño lloraba amargamente, apretando su brazo.
El pánico que sentía el desconcertado niño era tal, que le rezumaba por los ojos. Unos ojos saturados de miedo que miraban sin ver, sin saber donde dirigir su súplica, revelando su deseo de no querer estar allí. Temblaba abrazado a la mano de su compañero sin apartarse un milímetro de él, girando su cabeza a su alrededor, quizá para advertir por donde venía el creciente peligro que sentía.
Con el menosprecio del tosco gorila con la sola idea de capturar a algún miserable, dando enérgicamente la orden de llamar a la policía, -ésta si se cumplió-, los remolones clientes absortos en su curiosidad y la incertidumbre de su prisionero hermano a su alrededor, abandonamos el local.
Seguramente al policía no podría demostrar el robo y no encontraría prueba alguna de su relación con el chico árabe fugado, -tal vez otro inocente-, por lo que a lo mejor los dejaría marchar, pero a lo peor esa misma noche el miedo volvería a ese niño en forma de pesadilla, donde demonios blancos con uniforme le persiguieran incesantemente, donde millones de ojos le observaran en los laberínticos túneles de un supermercado mientras voces de irreconocible acento le exigen algo que él no entiende, donde una mano acusadora expulsara a sus seres queridos de la peor parte del paraíso hacia el propio infierno, mientras coloca a su espalda una gran losa de culpa.
O quizá no.