INTIMIDAD (QUE ALGO QUEDA).
A veces ocurren incidentes que, aunque simples, pueden llegar a hacer que nuestro preciado sistema de valores se tambalee. Bretes que suponen auténticos seísmos morales y en cuya sacudida podemos, bien salir reforzados en la vanagloria de nuestras más veneradas inclinaciones y creencias, o simplemente, ver como acaba por derrumbarse alguno de esos tan estimables valores que atesoramos. Pero en fin, no creo que deba meterme en filosofías para contar lo que quiero contar y que -para quitarle un poco de hierro-, podríamos titular: “De cómo el orate Basilio derrumbóme la vergüenza de mis adentros y ayudóme a abandonar el ridículo recato a que mi pudibundo desnudo pudiera ser contemplado”, o algo así.
Basilio era uno de los mayores de la residencia. Estaba considerado por los demás como un chiflado impredecible con el que no se podía contar ni para hacer bulto. Todos los chicos, sin excepción, le guardaban el aire argumentando que no sabía jugar, que nunca respetaba las reglas y que gastaba bromas -pero que muy- pesadas. Había quién -incluso de los adultos-, cortaba por lo sano afirmando que “quemaba mal la gasolina”. Siempre andaba metido en grescas, quejándose de lo que hacían o no los demás y tratando de poner a prueba nuestra paciencia y cordura, a fuerza de transgredir las normas lógicas y naturales de la mera convivencia. No llegaba a comprender que ser el “más fuerte” no implica tener que ir dando pescozones a diestro y siniestro y que una broma no tiene que entrañar abrir una brecha de sangre a nadie y mucho menos, ninguna mutilación, por divertido que a él le pareciera.
Pero a pesar de todo, Basilio no dejaba de ser un niño, grande pero niño. Quería agradar y constantemente buscaba nuestra complicidad pidiendo que se le asignara alguna tarea -siempre distinta a la que le correspondiera en ese momento-. La verdad es que te buscaba cuando se aburría de incordiar al prójimo, pero el caso es que trataba de sentirse útil, por eso insistía -hasta el hartazgo- en ayudarte en lo que estuvieras haciendo. Una de las tareas que mas le gustaba -de las pocas que se le podía encomendar-, era la de velar por el orden en la casa. Le gustaba vigilar a los demás y era bueno en eso, el miedo que despertaba en sus iguales, conseguía un comportamiento más comedido en el grupo. Aunque el problema venía cuando trataba de aplicar su peculiar concepto de la justicia, entonces era capaz de liar tal pelotera que necesitabas días para aplacarla. Solo tenía que recordar una simple norma: “Ante cualquier incidente, avisar a un adulto”,… pues ni por esas, según él “es que” se le olvidaba.
Una tarde en la que los niños dejaban pasar la siesta arrellanados por el salón, entreteniéndose durante la cesantía de sus obligaciones, me adelanté a Basilio y le pedí que “echara un ojito a la peña” mientras yo atendía “otras obligaciones”. Advirtiéndole que no tenía que hacer absolutamente nada, -solo avisarme si había algún problema-, dejé, -henchido de satisfacción-, a aquel atolondrado mancebo como delegado del grupo y confiando en la tranquilidad que reinaba en aquella estancia en el momento de abandonarla, marché a atender a lo mío, que no era otra cosa que una visita medianamente urgente al W.C.
Como en aquella casa no existían cerrojos, -como tenerlos con semejante fauna-, había que planificar de antemano el tiempo para dedicarse a los momentos más íntimos. Esos momentos tan necesarios -además-, para poder distanciarte de los nenes que siempre “tenían algo” y relajarte un poco mientras leías o echabas un cigarrito. Aquella tarde parecía prometérselas tranquilas, por lo que procuré llevar a mi retiro algo de la lectura que mi premura me permitió encontrar, con un prorrogado Lucky entre sus páginas. Pero apenas cuando llevaba unos minutos disfrutando de mi reservada intimidad, la puerta, -que quedaba justo frente al largo pasillo del tercer piso de los tres que tenía la casa-, se abrió de par en par de manera estrepitosa. Era Basilio.
Allí me tenías, sentado en mi nacarado trono de loza, cigarrito a lo Humphrey Bogart, libro de matemáticas de 5º curso en mano, los pantalones en los tobillos, dueño y señor de cuanto abarcaba mi vista -que en principio se reducía a las borrosas letras que intentaba descifrar después de que me entrara humo en un ojo-. Sorprendido in fraganti. No dudo que, previo a percatarse de lo cómico de la situación, la estampa debió de descolocar al impetuoso invasor, pues antes de esgrimir una espontánea, aunque taimada sonrisa, esbozó una leve mueca que revelaba auténtico asombro -sorprendido quizá de ver a un educador en esos menesteres-.
Superado el susto -propio y extraño- y sin darme tiempo a decir “esta boca es mía” -y menos aún a cambiar de pose-, mi provisorio delegado se enfrascó en la exposición de lo que -según él-, había pasado -o estaba pasando-, en el plácido salón del que me había ausentado hacía escasamente diez minutos. Hablaba atropelladamente sobre su inocencia, repetía constantemente, -quizá como prueba de esa inocencia-, los insultos proferidos contra su persona y de cómo algunos libros habían acabado por el aire y porque se oía sollozar a uno de los más pequeños.
Yo permanecía sentado, con las manos estratégicamente dispuestas para no dejar ver ninguna parte pudenda, tratando de intercalar alguna frase del tipo “déjame-un- segundo-Basilio-que-ahora-hablamos” en el monólogo que mantenía mi frenético interlocutor, pero parecía no advertir lo grotesco de la situación. En esto, aparecieron al final del pasillo una comitiva de tres o cuatro niños, -para ofrecer su versión de los hechos, supongo-, que al contemplar la escena, huyeron escaleras abajo al grito de “¡Manolo está cagando!”. Basilio, entonces, tuvo la deferencia de cerrar la puerta para que “pudiera estar tranquilo”, pero… ¡la cerró tras de sí!. Haciendo caso omiso a mi petición de que saliera de allí, permaneció conmigo un buen rato, tenía cosas que contarme, decía. Me habló de lo que le gustaba y no le gustaba de la casa, de como veía a cada uno de los residentes -cosa que en un futuro, resultó muy útil para acertar en encomendarle tareas-, y hasta reveló la chica que le gustaba. Viendo que aquello no acabaría si yo no le ponía fin, decidí terminar con el asunto diciéndole con una naturalidad pasmosa, que podía elegir entre salir y esperarme fuera o prepararse para verme las pelotas. Por suerte eligió -entre risas- la primera opción... el caso es que desde aquella tarde, ya no fui el mismo.
Basilio era uno de los mayores de la residencia. Estaba considerado por los demás como un chiflado impredecible con el que no se podía contar ni para hacer bulto. Todos los chicos, sin excepción, le guardaban el aire argumentando que no sabía jugar, que nunca respetaba las reglas y que gastaba bromas -pero que muy- pesadas. Había quién -incluso de los adultos-, cortaba por lo sano afirmando que “quemaba mal la gasolina”. Siempre andaba metido en grescas, quejándose de lo que hacían o no los demás y tratando de poner a prueba nuestra paciencia y cordura, a fuerza de transgredir las normas lógicas y naturales de la mera convivencia. No llegaba a comprender que ser el “más fuerte” no implica tener que ir dando pescozones a diestro y siniestro y que una broma no tiene que entrañar abrir una brecha de sangre a nadie y mucho menos, ninguna mutilación, por divertido que a él le pareciera.
Pero a pesar de todo, Basilio no dejaba de ser un niño, grande pero niño. Quería agradar y constantemente buscaba nuestra complicidad pidiendo que se le asignara alguna tarea -siempre distinta a la que le correspondiera en ese momento-. La verdad es que te buscaba cuando se aburría de incordiar al prójimo, pero el caso es que trataba de sentirse útil, por eso insistía -hasta el hartazgo- en ayudarte en lo que estuvieras haciendo. Una de las tareas que mas le gustaba -de las pocas que se le podía encomendar-, era la de velar por el orden en la casa. Le gustaba vigilar a los demás y era bueno en
Una tarde en la que los niños dejaban pasar la siesta arrellanados por el salón, entreteniéndose durante la cesantía de sus obligaciones, me adelanté a Basilio y le pedí que “echara un ojito a la peña” mientras yo atendía “otras obligaciones”. Advirtiéndole que no tenía que hacer absolutamente nada, -solo avisarme si había algún problema-, dejé, -henchido de satisfacción-, a aquel atolondrado mancebo como delegado del grupo y confiando en la tranquilidad que reinaba en aquella estancia en el momento de abandonarla, marché a atender a lo mío, que no era otra cosa que una visita medianamente urgente al W.C.
Como en aquella casa no existían cerrojos, -como tenerlos con semejante fauna-, había que planificar de antemano el tiempo para dedicarse a los momentos más íntimos. Esos momentos tan necesarios -además-, para poder distanciarte de los nenes que siempre “tenían algo” y relajarte un poco mientras leías o echabas un cigarrito. Aquella tarde parecía prometérselas tranquilas, por lo que procuré llevar a mi retiro algo de la lectura que mi premura me permitió encontrar, con un prorrogado Lucky entre sus páginas. Pero apenas cuando llevaba unos minutos disfrutando de mi reservada intimidad, la puerta, -que quedaba justo frente al largo pasillo del tercer piso de los tres que tenía la casa-, se abrió de par en par de manera estrepitosa. Era Basilio.
Allí me tenías, sentado en mi nacarado trono de loza, cigarrito a lo Humphrey Bogart, libro de matemáticas de 5º curso en mano, los pantalones en los tobillos, dueño y señor de cuanto abarcaba mi vista -que en principio se reducía a las borrosas letras que intentaba descifrar después de que me entrara humo en un ojo-. Sorprendido in fraganti. No dudo que, previo a percatarse de lo cómico de la situación, la estampa debió de descolocar al impetuoso invasor, pues antes de esgrimir una espontánea, aunque taimada sonrisa, esbozó una leve mueca que revelaba auténtico asombro -sorprendido quizá de ver a un educador en esos menesteres-.
Superado el susto -propio y extraño- y sin darme tiempo a decir “esta boca es mía” -y menos aún a cambiar de pose-, mi provisorio delegado se enfrascó en
Yo permanecía sentado, con las manos estratégicamente dispuestas para no dejar ver ninguna parte pudenda, tratando de intercalar alguna frase del tipo “déjame-un- segundo-Basilio-que-ahora-hablamos” en el monólogo que mantenía mi frenético interlocutor, pero parecía no advertir lo grotesco de la situación. En esto, aparecieron al final del pasillo una comitiva de tres o cuatro niños, -para ofrecer su versión de los hechos, supongo-, que al contemplar la escena, huyeron escaleras abajo al grito de “¡Manolo está cagando!”. Basilio, entonces, tuvo la deferencia de cerrar la puerta para que “pudiera estar tranquilo”, pero… ¡la cerró tras de sí!. Haciendo caso omiso a mi petición de que saliera de allí, permaneció conmigo un buen rato, tenía cosas que contarme, decía. Me habló de lo que le gustaba y no le gustaba de la casa, de como veía a cada uno de los residentes -cosa que en un futuro, resultó muy útil para acertar en encomendarle tareas-, y hasta reveló la chica que le gustaba. Viendo que aquello no acabaría si yo no le ponía fin, decidí terminar con el asunto diciéndole con una naturalidad pasmosa, que podía elegir entre salir y esperarme fuera o prepararse para verme las pelotas. Por suerte eligió -entre risas- la primera opción... el caso es que desde aquella tarde, ya no fui el mismo.