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lunes, 27 de noviembre de 2006

MI CANCIÓN PARA TI.

JONI MITCHELL - Blue. (1971).

“Blue” no solo es una canción triste o nostálgica. Su tristeza es una tristeza donde puedes recrearte. Su música te lleva de la mano a tu propio interior e invade tus sentidos de una nostalgia sana, para nada nociva. Es una de esas canciones que te llena de fuerza para continuar, una apropiada banda sonora para el descanso del guerrero, un apoyo para tomar impulso, -como lo hacen los nadadores en la pared de la piscina-. La letra es otra cosa.
Aquí no solo os dejo la letra -pido disculpas por mi tan sui géneris traducción-, sino que además podéis ver a la propia Joni Mitchell explicar como se sentía en el momento que la creó.

Blue, songs are like tattoos /
Azul, las canciones son como tatuajes.
You know I've been to sea before /
Sabes que he estado antes en el mar.
Crown and anchor me /
Coróname y ánclame
Or let me sail away /
o déjame zarpar lejos.
Hey Blue, there is a song for you /
Eh azul, hay una canción para ti
Ink on a pin /
tinta en un alfiler
Underneath the skin /
debajo de la piel
An empty space to fill in /
un espacio vacío para rellenar
Well there're so many sinking now /
Bueno, hay tantos hundiendose ahora.
You've got to keep thinking /
Estás ensimismado pensando
You can make it thru these waves
que puedes sobrevivir a éstas olas.
Acid, booze, and ass /
ácido, priva y payasadas.
Needles, guns, and grass /
agujas, pistolas y hierba.
Lots of laughs, lots of laughs /
Muchas risas, muchas risas.
Everybody's saying that hell's the hippest way to go. /
Todos dicen que el infierno es el mejor camino.
Well I don't think so /
Bueno, yo no lo creo
But I'm gonna take a look around it though /
pero sin embargo tendré que echar una ojeada.
Blue, I love you. /
Azul, te quiero.

Blue, here is a shell for you ./
Azul, aquí hay una caracola para ti.
Inside you'll hear a sigh. /
Dentro oirás un suspiro.
A foggy lullaby. /
Una nana de niebla.
There is your song from me. /
Ésta es mi canción para ti.

sábado, 25 de noviembre de 2006

EL CHILENO.

Rolando era un chileno que recaló en el pueblo desde Granada. Allí conoció a nuestro concejal de cultura que le propuso ocuparse de dar clase de "gimnasia de mantenimiento" a un grupito de mujeres que se mostraban encantadas con tan exótico profesor.
No destacaba por su físico, era menudo y su cara estaba poblada por una barba rubia que junto a su acento, le daba una entidad particular. Era un hombre de mundo, exiliado en Alemania en los años setenta, acabó en España por “motivos personales”.
En estrecha relación con las artes, no pasó mucho tiempo cuando acabó creando, además, un grupo de teatro amateur de lo más vanguardista del que tuve la inmensa suerte de formar parte. Para haceros una idea os diré que se pasó de apostar por del folklore de los Hermanos Quintero, a hacerlo por el teatro independiente y experimental del mimo y la improvisación. Con paciencia y habilidad, Rolando se supo ganar, en general, a las gentes con las que trató y en particular, a ese grupo de adolescentes con la mayoría de edad recién estrenada, llegando a ser nuestro maestro, amigo y consejero.
Yo por aquel entonces, estaba desatinado con Radiolivo y me adueñaba de cualquier franja horaria que estuviera disponible para emitir. Me gustaba -enormemente- pinchar discos, y cuando eso no era posible, ideaba cuñas promocionales o me perdía en la lectura de los créditos de las carátulas para descubrir el estilo o la procedencia de este o aquel grupo.
Tarde o temprano la conexión de Rolando con la radio tenía que ocurrir y lo hizo de una manera discreta. La flexibilidad de la emisora permitió añadir una hora más a la programación, tiempo que ocupó Rolando para hacer lo que parecía un programa de viajes. Como yo era omnipresente, me pidió que eligiera la música y manejara los mandos mientras él se entendía con el micrófono. Acepté gustosísimo.
Las escasas noches que pasamos juntos, –solo fueron tres o cuatro programas antes de su marcha-, fueron fascinantes. Estaba encantado manipulando la mesa de mezclas, el Sancta Sanctorum de la emisora, mientras escuchaba a aquel hombrecillo hablar de lo que -comprendí- era su periplo personal por el mundo. Se servía de un manoseado cuadernito de cubierta verde para recordar los detalles de los lugares y situaciones que describía, lugares completamente desconocidos para mí.
Una de esas noches, -la última noche-, la narración versaba del lugar donde nació y creció. Habló ensimismado de un regreso que nunca sabré si fue real o imaginado. Habló de antiguos ferrocarriles y paradas para comer un tentempié dulce; de rostros femeninos que aparecían en los breves sueños que lograba conciliar con el traqueteo del tren y sobre todo, de los sugestivos paisajes de viñedos y lagos que el convoy iba dejando atrás, dando lugar a imaginar la magnifica riqueza natural de su país natal. Fue un programa repleto de instantáneas que recogían ancestrales costumbres de gente compartiendo risas y vino en familia. Hacia inventario de lugares y personas de épocas pasadas.
Al punto, cuando recordó a sus padres, hizo una pausa.
Me pilló fuera de juego, andaba tratando de encontrar la música más apropiada para acompañar el ambiente que aquel desmaquillado mimo había creado, cuando el silencio lo invadió todo. Dirigí la mirada hacia él para buscar la causa de ese silencio y encontré a un hombre completamente abatido. En esos interminables segundos que Rolando permaneció con el micro abierto, se pudo oír perfectamente un desgarrador sollozo que me estremeció el alma. Rápidamente me decidí por uno de los dos discos que tenia en las manos y lo pinché. No sabia que decir, así que, permanecí en silencio hasta que ocurriera algo, y ocurrió que, un minuto después, el chileno me pidió abrir el micro y continuó hablando como si nada hubiera pasado.
Después de esa noche, pregunté por él cuando dejé de verlo por los sitios que frecuentaba. Se había marchado.

lunes, 20 de noviembre de 2006

EL TEATRICO.

La primera vez que me acerqué al concepto de teatro fue de la mano de mi hermana. Contaría quizá con siete u ocho años, -ella tres más-, cuando casi sin darme cuenta, me vi envuelto en las costumbres lúdicas que compartía con sus amigas.
Les encantaba jugar al teatro. Ensayaban alguna obrita sacada de alguna revista juvenil y se servían de los hermanos menores para que les hiciéramos de público.

Durante un tiempo, estuvimos yendo cada tarde a casa de “la Beni”, la niña más alta y delgada de su pandilla. Íbamos provistos de nuestra merienda, una sillica bajo el brazo y la advertencia de que tuviéramos "cuidaico", con la que nos despedía mi madre. Una vez allí, las muchachas distribuían a la chiquillería en un sucinto patio de butacas, formado por las cuatro o cinco sillas de los que formábamos aquella agradecida clá.
La representación, donde casi siempre salía alguna enjoyada princesa, era breve. Las actrices empleaban la mayor parte del tiempo en atusarse el pelo, retocarse una y otra vez la vestimenta y emperifollarse con las alhajas y los potingues que sacaban de un desgastado neceser. Nosotros, los niños, representábamos nuestro papel esperando resignadamente hasta que nos asaltaba la impaciencia, entonces, gritábamos como posesos aquello de “¡Que empiece ya, que el público se va!”, lo que servía para conseguir que “la Beni”, nos prometiera algún caramelo a cambio de portarnos bien.
Su abuela era la dueña del Carrillo de la Esquina de Belén, -un kiosco estratégicamente colocado a la entrada del barrio, por aquel entonces famoso y hoy desaparecido-, por lo que sabíamos que cuando “la Beni” prometía un caramelo, las probabilidades de irse a casa con un dulce sabor en la boca eran grandes.
Una de esas tardes, un grupito de privilegiados conseguimos ver un espectáculo que superó con creces la función que acababa de tener lugar. Algunas amigas de la pandilla se marcharon pronto con sus hermanos así que, quedamos los justos para que “la Beni” accediera a enseñarnos donde guardaba su abuela el género del Kiosco.
La exclamación que se nos escapó cuando abrió un baúl repleto de toda clase de golosinas, hizo que “la Beni” se violentara:
-Callad, callad,… que nos puede oír mi abuela, -nos apremió en un susurro-.
Nuestra testaruda insistencia de que nos diera algo del baúl fue tan grande que a la pobre no le quedó más remedio que acceder.
Fue la última función que se representó en el corral de “la Beni”. La abuela se entero de la incursión que hicimos esa tarde en su baúl y cerró el teatro.
Imagen: Fotograma de "Los 400 golpes" de François Truffaut.

sábado, 18 de noviembre de 2006

MIRADA TURBADORA.

Poco tiempo llevaba trabajando en Huelma cuando quedé impactado con lo que me pareció un impresionante capricho de la naturaleza.
Regresaba de visitar a una familia cuando me detuve en una panadería, pensando en aprovisionarme de algo de pan. Saludé al entrar en aquel despacho lleno de gente que esperaba pacientemente a que les atendieran. Como llevaba los ojos saturados de la luz del sol, pedí la vez y me coloqué discretamente a un lado de la estancia para que se me acostumbrara la vista a aquella penumbra.
Una tras otra, una habilidosa dependienta fue despachando a todas las mujeres que esperaban, hasta que llegó mi turno.
- ¿Que quería? -dijo sin levantar la mirada del paquetito de pastas que le preparaba a la señora que me precedía.
- Una barra. –dije-.
Entonces,…. fue ahí donde quedé maravillado.
Al levantar la vista, la muchacha me mostró sus hipnóticos ojos claros. Unos ojos de color indescriptible, entre el gris y el azul, de los que destacaban sus pupilas que se clavaron en mi mirada como alfileres. Me invadió una sensación extraña, desconcertante, entre la admiración y el espanto. Era como si aquella mirada profundizara dentro de mí y fuera capaz de ver mucho más allá de lo que la vista ofrece. Aquellos desconcertantes ojos hablaban sin palabras de un mundo mágico, un mundo oculto a los demás que solo a ellos parecía mostrarse…
La sonrisa de la chica me rescató de mi embeleso.
Obviamente, regresé a la panadería, no tanto para comprar pan sino para disfrutar, -siempre desde la discreción-, de aquel espectacular hallazgo. Volví en varias ocasiones a ver a la muchacha hasta que me acostumbré a su turbadora mirada.

domingo, 12 de noviembre de 2006

VERANILLO DEL MEMBRILLO

Hoy, como ayer en el que se celebraba el día de San Martín, ha sido un día muy soleado, con una temperatura, tan agradable, que invitaba a salir y confundirse con la gente que se echa a la calle para pasear, aprovechando esta deferencia del clima. Es el “Veranillo del membrillo”.
Una amable brisa, la tibieza del sol en la cara y el bullicio de la gente me han evocado el ambiente de la playa, -real y literario-, del que fui testigo el verano de hace un par de años cuando pasé unos días en casa de Mila, en Marbella.
Aquel verano la lectura en la playa de "Muerte en Venecia" de Thomas Mann, fue algo mágico. Recorrí aquel breve relato sumido en un estado de expectación, imaginando y buscando entre sus páginas y la gente de la playa, la enigmática belleza de Tadzio mientras trataba de que mi curiosidad no me llevara a la indiscreción; acompañando al protagonista en su inquietante viaje por Venecia, viendo como se apagaba de apoco, inmerso en la búsqueda de un ideal inalcanzable.
Cuando regrese a Úbeda me afané en conseguir la película de Visconti. Aunque quizá la hubiera visto antes, estaba seguro de que una segunda lectura del film sería la ilustración perfecta al relato que acababa de leer.
Hoy este veranillo de San Martín se ha hermanado con aquel verano. Los recortes de las distendidas, frívolas e ingenuas conversaciones de la gente, los agudos chillidos de los niños en el jolgorio del juego, los pregones de los vendedores, –hoy aullados por la megafonía de los coches-,… el ambiente perfecto para reparar en la belleza, -por muy efímera que pueda ser-, de cuanto nos rodea.

viernes, 10 de noviembre de 2006

VENTANA OESTE (II).

Es el momento en el que la tarde da el relevo a la noche.
El sol se despide pintando una nube de amarillo.

jueves, 9 de noviembre de 2006

EL ABRAZO.

Recientemente, en un curso sobre el abordaje de situaciones conflictivas en el ámbito familiar, tuvimos la oportunidad de ver el poder didáctico -y terapéutico- que puede tener la Metáfora .
Analizamos, mediante casos, la actitud más idónea para enfrentarse a los problemas.
En un momento dado, el ponente nos invitó a pensar que es lo que hace un boxeador para evitar que un contrincante más fuerte que él, le aplaste.
-Id pensándolo y lo comentamos después de ver el caso de Ángel, -dijo-.

Estudiamos el caso de un adolescente anoréxico que aprendió a vivir con su problema carteándose con él. Para eso, tuvo que buscarle un nombre. Le llamó “Sra. Obsesión”. En sus cartas se apreciaba como cuando se enfrentaba a la Sra. Obsesión, sufría y se debilitaba. En otras la consideraba amiga y le reconocía su labor de “cuidadora” por mantenerlo con el físico con el que le gustaba verse. Cuando en una misiva reconocía que se sentía desfallecido y que nunca podría someter a su obsesión, se le propuso firmar un “tratado de convivencia” en el que Ángel permitía a su -ya- amiga “visitarlo”, pero solo cuando él quisiera y durante el tiempo que él estimara. A partir de ahí en sus cartas se veía mas relajado y parecía haber encontrado una manera de relacionarse positivamente con su problema.
-Bueno,… -nuestro ponente volvió al símil del boxeo-, ¿Qué es lo que puede hacer el púgil para que su adversario no le machaque?
-“¡Cubrirse con los brazos!”,…
-“¡Huir!”,…
-“¡Pegarle una patada en los bajos!”,…
-“¡Morderle!”,…
-“¡Tirar la toalla!”,…
Ninguna respuesta era válida. Después de un rato vomitando sugerencias tratando de dar con la respuesta, conocimos la buena:
-Abrazarlo. La única manera para que el contrincante deje de golpear es abrazarlo.
Para que los problemas no nos machaquen hay que abrazarlos.

domingo, 5 de noviembre de 2006

MEDIO HUEVO.

Como la inmensa mayoría de los niños nacidos, criados y educados bajo el yugo de las costumbres y creencias del pueblo, sufrí de pequeño el acoso constante de mi madre para que comiera.
Nuestras madres nos atiborraban sujetas a la creencia de que un niño que comía era un niño sano, así que cuando estabas inapetente, se pasaban el tiempo esgrimiendo referencias constantes a la penuria que pasaron en la guerra o lo que ese día había merendado el tragaldabas de tu amigo.
- ¡Medio pan con aceite y tomate!, -decía mi madre sin salir de su asombro-, lo que hacía que tu medio bollo con “Tulicrém” pareciera, como poco, un pecado.
Mi madre ponía un celo rayano a la obsesión para conseguir que comiera lo que ella consideraba que tenía que comer y en la cantidad que estimaba conveniente, por lo que constantemente andaba ofreciéndome comida, -que obviamente siempre rechazaba-, o recordándome lo que íbamos a comer para que me “aplicara al cuento”.
Siempre que en la merienda estabas “desganado” y en la cena aún dabas muestras de no querer comer, mi madre me ofrecía un huevo pasado por agua. Nunca me gustó, pero si accedía a comerlo era porque, ritualmente, me lo daba ella misma acompañándolo de una insulsa historia sin aparente moraleja, que a esa edad me encantaba oír.
Era la historia de “mediogüevo”:
Érase una vez una señora que llegó a un humilde barrio de un recóndito pueblecito debido a que su marido, un hombre ejemplar -¡y con trabajo!-, acaba de ser destinado allí. Era un matrimonio bien avenido y discreto que afrontaron el cambio con ilusión y desde el principio se esforzaron en integrarse en el vecindario cuanto antes.
Mientras el marido iba al trabajo, la señora se dedicaba a las labores de la casa. Al llevar poco tiempo allí, procuraba ser amable con todo el mundo. Cuando barría y regaba su puerta, -algo natural por estos lares-, saludaba cortésmente a cualquier bicho viviente que pasara por allí. Cuando salía a los recados iba repartiendo “buenos días” por doquier y en el mercado, dilataba las paradas en los puestos para darse a conocer.
Un buen día le ocurrió algo que le desconcertó. Andaba enfrascada limpiando los cristales de su ventana y no se percató de que por la acera de enfrente pasaba una de sus vecinas, una octogenaria pizpireta de ojos juntos y sonrisa fácil que desde la distancia le llamó la atención:
-Adiós “mediogüevo” –dijo en tono jocoso.
Como la mujer no se daba por aludida, la vecina volvió a proferir el misterioso saludo:
-Adiós “mediogüevo”.
La mujer esbozó una media sonrisa sin comprender por que aquella anciana se dirigía a ella de esa manera. No recordaba haber ofendido a nadie para que le dedicara aquello que a ella le parecía un insulto.
Cuando en la cena le comentó el incidente a su marido, éste le restó importancia sugiriendo que podía tratarse de algún error.
Al día siguiente, cuando regresaba del mercado, la mujer se cruzó con la anciana que volvió a repetir el extraño agasajo:
-Adiós “mediogüevo”.
No se lo podía creer, estaba claro que no se trataba de ninguna equivocación, aquella vieja tenia claro a quien se dirigía.
La mujer otra vez se lo comentó a su marido y de nuevo éste restó importancia apelando a su edad.
Pasaron los días y uno tras otro, se volvía a repetir el incidente. La mujer, cada vez más afectada, se lamentaba ante su marido cada noche pidiéndole entre sollozos que hiciera algo para arreglar aquella amarga situación. Viendo a su mujer tan afligida, le prometió que arreglaría el asunto hablando con aquella fastidiosa vecina.
Decidido, una mañana retrasó su marcha al trabajo para visitar a la vieja. Cuando ésta abrió respondiendo a los contundentes golpes que sonaban en la puerta de su casa, se encontró al vecino que airado buscaba una respuesta:
- Oiga usted, ¿Se puede saber por qué se dirige a mi mujer, llamándola “mediogüevo”?
Entre risas la octogenaria le contestó:
- ¡Anda este!,.. ¡Pues porque se llama Clara!

Ha llovido mucho desde que no he vuelto a escuchar esta simplona historia de boca de mi madre, los mismos que desde que no como huevos pasados por agua. Ahora, no solo no como huevos sino que, desde hace un par de años, he adoptado una alimentación vegana, cosa a la que mi madre se ha adaptado perfectamente. Ya no me ofrece comida sino que constantemente anda recordándome aquello que comía antes.

Imagen: Madre e hijo (saltimbanquis) de Picasso. París, 1905 Óleo en lienzo, 90 x71.

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Para el que sabe ver todo es transitorio