Rolando era un chileno que recaló en el pueblo desde Granada. Allí conoció a nuestro concejal de cultura que le propuso ocuparse de dar clase de "gimnasia de mantenimiento" a un grupito de mujeres que se mostraban encantadas con tan exótico profesor.
No destacaba por su físico, era menudo y su cara estaba poblada por una barba rubia que junto a su acento, le daba una entidad particular. Era un hombre de mundo, exiliado en Alemania en los años setenta, acabó en España por “motivos personales”.
En estrecha relación con las artes, no pasó mucho tiempo cuando acabó creando, además, un grupo de teatro amateur de lo más vanguardista del que tuve la inmensa suerte de formar parte. Para haceros una idea os diré que se pasó de apostar por del folklore de los Hermanos Quintero, a hacerlo por el teatro independiente y experimental del mimo y la improvisación. Con paciencia y habilidad, Rolando se supo ganar, en general, a las gentes con las que trató y en particular, a ese grupo de adolescentes con la mayoría de edad recién estrenada, llegando a ser nuestro maestro, amigo y consejero.
Yo por aquel entonces, estaba desatinado con
Radiolivo y me adueñaba de cualquier franja horaria que estuviera disponible para emitir. Me gustaba -enormemente- pinchar discos, y cuando eso no era posible, ideaba cuñas promocionales o me perdía en la lectura de los créditos de las carátulas para descubrir el estilo o la procedencia de este o aquel grupo.
Tarde o temprano la conexión de Rolando con la radio tenía que ocurrir y lo hizo de una manera discreta. La flexibilidad de la emisora permitió añadir una hora más a la programación, tiempo que ocupó Rolando para hacer lo que parecía un programa de viajes. Como yo era omnipresente, me pidió que eligiera la música y manejara los mandos mientras él se entendía con el micrófono. Acepté gustosísimo.
Las escasas noches que pasamos juntos, –solo fueron tres o cuatro programas antes de su marcha-, fueron fascinantes. Estaba encantado manipulando la mesa de mezclas, el Sancta Sanctorum de la emisora, mientras escuchaba a aquel hombrecillo hablar de lo que -comprendí- era su periplo personal por el mundo. Se servía de un manoseado cuadernito de cubierta verde para recordar los detalles de los lugares y situaciones que describía, lugares completamente desconocidos para mí.
Una de esas noches, -la última noche-, la narración versaba del lugar donde nació y creció. Habló ensimismado de un regreso que nunca sabré si fue real o imaginado.
Habló de antiguos ferrocarriles y paradas para comer un tentempié dulce; de rostros femeninos que aparecían en los breves sueños que lograba conciliar con el traqueteo del tren y sobre todo, de los sugestivos paisajes de viñedos y lagos que el convoy iba dejando atrás, dando lugar a imaginar la magnifica riqueza natural de su país natal. Fue un programa repleto de instantáneas que recogían ancestrales costumbres de gente compartiendo risas y vino en familia. Hacia inventario de lugares y personas de épocas pasadas.
Al punto, cuando recordó a sus padres, hizo una pausa.
Me pilló fuera de juego, andaba tratando de encontrar la música más apropiada para acompañar el ambiente que aquel desmaquillado mimo había creado, cuando el silencio lo invadió todo. Dirigí la mirada hacia él para buscar la causa de ese silencio y encontré a un hombre completamente abatido. En esos interminables segundos que Rolando permaneció con el micro abierto, se pudo oír perfectamente un desgarrador sollozo que me estremeció el alma. Rápidamente me decidí por uno de los dos discos que tenia en las manos y lo pinché. No sabia que decir, así que, permanecí en silencio hasta que ocurriera algo, y ocurrió que, un minuto después, el chileno me pidió abrir el micro y continuó hablando como si nada hubiera pasado.
Después de esa noche, pregunté por él cuando dejé de verlo por los sitios que frecuentaba. Se había marchado.