Después de acabar mi segundo año de carrera, estaba lejos de saber que durante aquel verano me vería impartiendo clases particulares a mis primos más chicos. Ocioso universitario -como era- y con el pensamiento puesto en la vida nocturna -como lo tenía-, me costaba la misma vida cumplir con el compromiso de levantarme cada mañana, para hacer que aquellos púberes hicieran las tareas que ideaba sobre la marcha. Y cada día lo mismo: mi madre o mi hermana avisándome -con voces que siempre me parecían estridentes-, de que los chiquillos estaban esperando.
- “Anda nene que ya están aquí el Alfonsito y la Manolita”.
En la familia era habitual emplear diminutivos para distinguir unos primos de otros -ellos obviamente eran los más chicos-… y bueno, el artículo delante del nombre es sabido que es práctica común según que lar y/o ralea.
Para tan inocentes miradas ya era una excentricidad por mi parte que me hiciera esperar, pero el “remate del tomate” llegaba cuando hacía mi entrada triunfal en la salita donde me esperaban, luciendo la chilaba que ese año me habia regalado una amiga -que se había echado un novio marroquí-, con los pelos de punta -¡ahhh, aquel tiempo en el uno todavía tenia pelo!”- y desperezándome con todas las ganas.
Para evitarme el discursito de turno sobre mis prácticas nocturnas con el que cada día me agasajaba mi madre, la despachaba pronto, con disimulo, pidiéndole que me preparara el café de achicoria acostumbrado, donde mojaría la acostumbrada torta de aceite que desayunaba cada mañana. Mientras, trataba de crear el ambiente donde poder ganarme a los chiquillos, cuya instrucción me habían encomendado.
- ¿A que hora te acostaste ayer, primo? -preguntaban con la misma medida de complicidad y curiosidad-.
- A las tantas,...-respondía para evitar la escabrosidad del tema-. ¡Venga, vamos!... ¿Hace un incienso?...
- ¡Siii!... -respondían a la vez, como si verdaderamente estuvieran en la escuela-.
- Vale, pero que no se entere... “Doña Tecla”. -les decía en un susurro, rebautizando divertidamente a mi madre, señalando con un gesto la cocina y despertando en ellos una luminosa sonrisa-.
- ¿Vas a poner música hoy, primo? -siempre empezaban o acababan sus frases con ese tratamiento-.
- Digo,… ¡Eso está hecho!
A mi madre ni le gustaba que trasnochara, ni mi chilaba, ni mi música, ni mucho menos que quemara incienso, pero a ellos les encantaba todo lo nuevo que podía ofrecerles y todo lo mío les resultaba de lo mas exótico. Para cuando llegaba “Doña Tecla” con el “café malo” -como lo llamaba ella-, ya sonaba tenue la música de Michael Nyman, Wim Mertens, Benito Lertxundi o cualquier otro minimalista, -era lo que tocaba en aquella época- y en el aire se adivinaba un tufillo a sándalo de lo mas agradable. Los niños la miraban de reojo para ver si se percataba de la jugada y en el momento que reaccionaba, se meaban de la risa.
- ¡Ya estás quemando guarrerías! -clamaba-. No se que se figuraba,... o a decir verdad quizá sí, pero me costaba creer que su fantasía llegara a tanto.
Con el tiempo, mis primos han perdido el diminutivo -al menos en parte, él es ya “Alfonso”, pero ella siempre será “Manoli”- y aunque ya sean adultos, me resulta inevitable verlos como los niños que entones fueron.
Para el siguiente verano, mi madre se deshizo de la chilaba haciéndome creer que me la había llevado en alguno de mis viajes y aunque hoy día siga quemando incienso y la música siempre esté presente en mi casa, hay ratos en los que creo que me echo de menos a mi mismo, sobre todo cuando la casualidad quiere que encuentre a mi primo para recordarme aquél verano.