Cuando conocí a Marina el primer día que entré en
la casa, no podía imaginar lo intensos que serían los días que habrían de venir junto a ella, días saturados de innumerables tareas que daban poca tregua para serenarse, siquiera un ratito.
Habíamos de esperar a que llegara la noche para poder disfrutar del descanso y permitirnos el simple lujo de charlar, mientras nos tomábamos a sorbitos alguna reconfortante infusión. En principio y debido a la inercia de la actividad de la jornada, no hablábamos de otra cosa que no fueran los niños, haciendo balance y planes de todo cuanto les concernía, pero con el tiempo, la intensidad con que vivíamos nuestras faenas diarias, se hizo también presente en aquellos noctámbulos acercamientos y de a poco, mientras advertíamos que en aquel periplo sólo nos teníamos el uno al otro, fuimos conociéndonos a través de nuestras trasnochadas conversaciones.
Poco tiempo pasó para percatarnos de cuanto nos gustaba y necesitábamos nuestra cercanía, así que, poco tiempo pasó hasta que llegaron las manifestaciones de afecto: las cortesías, los cumplidos, los guiños, los mimos,… los abrazos. El tiempo con mi compañera en aquella casa, queda en mi corazón como el año de los abrazos, cualquier encuentro era un abrazo, cualquier momento era bueno para regalarnos alguno, nos buscábamos para abrazarnos, ideábamos pretextos que acabaran en un abrazo,… llegarían los días en los que los abrazos no terminarían en si mismos.
Antes de que aquello terminara me regaló un libro que buscó hasta que lo encontró y que desde entonces, ha sido algo recurrente en mi vida, un libro prestado y no devuelto, buscado para ser regalado y regalado sin ser esperado, un libro que vuelve una y otra vez para hacerme revivir aquel tiempo: "El Libro de los Abrazos" de Eduardo Galeano.
Imagen: “Abrazo (Jazmines)” de Natividad Jiménez.