A juzgar por los comentarios que mi madre intercambiaba en el autobús con el paisano de turno, cuando era pequeño percibía que los motivos que justificaban que alguien viajara, podían ser de dos tipos: “ir de médicos” o “ir de papeles”, dependiendo de la necesidad de especialidades médicas o administrativas en la que se encontrara cada familia. Yo casi siempre iba al pueblo vecino “de médicos”, al oculista, a la consulta del Sr. Beltrán, un tipo al que llegué a temer por su seco carácter, -aunque por suerte mi madre siempre compensaba tan mal trago convidándome a un manzanilla con un chorreoncillo de anís en la tasca del mercado de abastos (sic)-. Pero con el tiempo, descubriría otros motivos para salir del pueblo.
Algo más tarde, cuando acabé la E.G.B. (Educación General Básica), llegó el momento de averiguar otra razón de peso para viajar: “
irse a estudiar”, continuar los estudios en el pueblo vecino ante la falta de un instituto en el nuestro. Cursaba 3º de B.U.P. (Bachillerato Unificado Polivalente), cuando por esas peripecias de la vida coincidí en la misma clase con “Monse” -así lo escribía ella, sin “t”-, la hija de aquel adusto oculista que anduvo tratándome durante mi infancia.
Aún puedo verla cuando cierro los ojos,... quizá porque me pasé todo aquel curso dirigiéndole miradas furtivas, embelesado por su encanto. Se notaba que era niña de médico, su aspecto saludable divergía del resto de los portes desaliñados que evidenciaban estatus y costumbres más humildes. Pendiente de todo menos de estudiar, no podía dejar de mirar su tez blanca, incólume, de una suavidad que salvaba cualquier distancia; de recrearme en sus recios labios encarnados, custodios de una sonrisa clara y dulce como su mirada; de curiosear en su corta melena ensortijada, en sus refinados gestos,...
- Me miras mucho. -dijo una vez cuando me sorprendió contemplándola mientras desplegaba su sonrisa-.
- T-te quiero… pintar. -acerté a decir volviendo a la vigilia mientras transformaba la estúpida sonrisa de mi embeleso en algún comentario que justificara mi descaro y sabiendo que reconocía mis escasas dotes pictóricas en los garabatos de mis cuadernos.
Su sonrisa entonces se hizo tan amplia que todo lo que me rodeaba dejó de existir.
Pasaba el tiempo y de cuando en vez me preguntaba cuando podría ver su retrato, pero claro está, yo aunque me esforzaba, no era lo suficientemente hábil como para poder plasmar en un papel todo lo que me inspiraba así que, el curso acabó sin que pudiera regalarle siquiera un simple boceto. Aunque lo peor de todo fue que no pude decirle adiós. Entregado como estaba a las correrías y las chanzas con los colegas, el último día del curso no asistí a clase y perdí la ocasión de despedirme de ella hasta después del verano.
Y fue precisamente en ese verano cuando se me ofreció la oportunidad de descubrir que podía haber otra razón más para viajar: “salir a divertirse”. Vino de la mano de la madre de Diego, una mujer joven que conducía ella misma -se atrevía a salir del pueblo no solo para “ir de médicos” o “de papeles”-, y que se dejó convencer para llevarnos a Linares a ver un concierto de “
Danza Invisible”, un grupo por el que algunos de los amigos sentíamos auténtica devoción.
Cuando aquella noche llegamos al lugar del evento, nos colocamos prudentemente en un lateral del recinto. La cortesía hacia la madre del amigo nos hacía permanecer a su vera mientras el concierto comenzaba a bullir con ritmos cada vez mas enardecidos. Las piernas se nos iban solas hacia la marabunta que saltaba y cantaba al compás de la banda así que, nuestra baqueana acompañante nos permitió adentrarnos entre la gente para que disfrutásemos a la manera que queríamos hacerlo, no sin antes insistirnos que no nos apartásemos demasiado y que tuviéramos cuidado -siempre nos advertía que tomáramos la coca cola directamente de la botella-.
Después de un rato, cuando todavía andaba tratando de encontrar algún sencillo movimiento que pudieran obedecer mis torpes pies, noté como alguien tocaba mi hombro. Cuando me giré esperando encontrar un comentario de alborozo de alguno de los colegas o el reproche de un desconocido por algún inconsciente pisotón, quedé fascinado por el panorama que estaba teniendo lugar a mis espaldas: Monse, -¡estaba allí!-, sonriendo con todo su ser mientras me invitaba a acercarme extendiendo sus brazos.
- ¿Qué haces aquííí?... -preguntó cogiéndome de las manos y con un tono inequívoco de que se alegraba de verme-.
- ¡Monse!... ¡Estás aquííí!... Y las “íes” de nuestras exclamaciones se unieron para convertirse en una nerviosa risilla tonta.
- ¡Ji Jii Jiii, iiiií…! -reímos estridentemente-. Tanta “i” me hizo sentir ridículo ante la cercanía de mis colegas.
Diego no tardó en volver al lado de su madre para que no se sintiera sola y el otro amiguete, viendo el percal, no le quedó otra que acompañarlo.
Tratamos de explicarnos en aquel estrepitoso ambiente como escapamos del curso y como habíamos llegado hasta allí. Acercábamos alternativamente la cara a nuestras bocas mientras el concierto cada vez mas crecido, olía más y más a ella. De repente, los acordes del inicio de una de las canciones más jaleadas del grupo -y con un significado tan especial para nosotros-, "El pintor y la modelo", nos hizo concluir la conversación invitándonos a escuchar la música con un mismo gesto.
El rato que pasamos coreando aquellas canciones fue mágico, aunque la magia solo acababa de empezar. Llegado el momento -casi el final-, para darse una tregua, los músicos bajaron el ritmo del concierto interpretando “No habrá fiestas para mañana”, una canción pausada donde todos los asistentes nos hicimos uno dándonos las manos y elevándolas por encima de nuestras cabezas. Cuando Monse cogió la mia, un escalofrío me sacudió la espalda. Todo giraba entonces en torno al nudo de nuestras manos. Las luces y el humo que se proyectaban desde el escenario recortaban las etéreas figuras sudorosas del público. La transpiración de la gente, las notas que jugueteaban con los colores de las luces, las gotas de bebida que saltaban por doquier, formaban un ambiente onírico y placentero donde mi conciencia se abrió para desprenderse de lastres de los que hasta entonces no era consciente de que los tuviera. Solo la mano de Monse era el cordón umbilical que me unía a la tierra. No cesamos de cantar, de mirarnos, de sonreírnos,… mi cuerpo se relajó tanto que solo existía la música y Monse formando parte de ella.
Bajamos los brazos y nuestras manos permanecieron fuertemente unidas mientras paulatinamente acababa la canción con un solo de batería. Cuando el latido de la música se paró con un golpe atronador para devolvernos la conciencia de nuestros corazones, todo de lo que me había desprendido momentos antes regresó bruscamente para hacerme sentir rubor por tener asida la mano de mi refinada compañera.
Bailamos los “bises” y cuando acabó el espectáculo mantuvimos una breve conversación hasta que nos vinieron a buscar. Nos despedimos hasta el próximo curso pero no hubo caso. Mis desastrosos resultados académicos me obligaron a repetir curso y al año siguiente, con la distancia de nuestros mundos acentuada, los fortuitos encuentros por los pasillos no tuvieron la intensidad de aquella noche.
Todavía oigo los ecos de aquel concierto.