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martes, 17 de julio de 2007

PESCA DE LOCOS. (I).

Siendo todavía un chiquillo presenciaba como mi madre reprendía a mi hermano cada vez que lo pillaba en alguno de sus descarríos, desatinos o imprudencias y a veces, ni siquiera le hacia falta motivo alguno, cualquier mínima sospecha le bastaba para darle un reajustillo a su montaraz albedrío. A mí, por aquella época, me salvaba mi candor, pero no tenías que ser un lince para percatarte que conforme lo fueras perdiendo, tendrías que soportar de esa misma manera, el azote de aquellas apocalípticas tormentas que desataba mi madre cuando alguien de su prole sacaba los pies del plato.
Una de las costumbres de mi hermano que más la enervaba era la de irse al río. Ella siempre veía peligro en todo, incluso en lo más virtuoso, así que cada vez que se enteraba de que había ido a pescar, bien por algún enigmático chivatazo -casi siempre iba de farol-, bien por las evidencias en su ropa, le armaba una gresca de las de “agárrate-y-no-te-menés”. Es curioso como aunque siempre se dirigiera a mi hermano, hablaba en plural (“Como me entere de que vais al río...”, “Ni se os ocurra.....”), como si quisiera ahorrarse la filípica que en un futuro me pudiera corresponder por hacer lo mismo. Y claro está, basta ver donde está lo prohibido para saber a donde quieres ir.
Una vez que fui cumpliendo años, -perdiendo el candor, por tanto-, el número de reprimendas que me tocó vivir en primera persona fue creciendo a medida que crecía mi curiosidad por la pesca. Éstas siempre eran por cualquier cosa menos por haber ido a pillar peces ya que pescar es una de esas cosas que tienes que iniciarte con alguien y claro está, a mi hermano jamás se le hubiese ocurrido iniciarme en algo que no aprobara mi madre y a mí tampoco se me ocurría pedírselo, así que por desgracia mi primera experiencia pesquera ocurrió de la peor manera posible.
Un día de verano en el que con algún amiguete exploraba las huertas y calles más recónditas del pueblo conocí al hijo del sastre, un chico mayor que nosotros, aparentemente solitario y algo excéntrico (“es hijo único”, explicaba por lo bajini mi colega sin saber muy bien a que se refería), que venía del río equipado con un sinfín de arreos y acarreando en una bolsa de plástico una magnifica carpa de escamas plateadas. Era la primera vez que veía un pez así y fue en ese momento cuando mi curiosidad por saber como lo había sacado del agua alcanzó su punto álgido. Después de una empatización de lo más rudimentaria
donde no nos cupo duda de que nuestro nuevo amigo era un lunático de carácter extravagante y que tenía una caña de sobra, quedamos en acompañarlo al día siguiente en su tarea pesqueril. En qué mala hora. (Continúa en...)

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Para el que sabe ver todo es transitorio