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jueves, 31 de agosto de 2006

EL COLOR DEL MIEDO.

Regreso de Murcia. Nunca había estado allí hasta ahora.
Bueno, en realidad he parado en uno de tantos núcleos de población cercanos, y administrativamente dependientes, a la capital Murciana.
Lo primero que aprecias al llegar a un nuevo lugar es su luz, -en cualquier sitio existen mínimos matices-, esa luz definida por su orografía -siempre alterada por la actividad de sus habitantes-, por su clima, por el color de su vegetación, de sus edificios, de sus gentes.
Y es precisamente eso lo que llama la atención en este lugar, los numerosos y variados matices cromáticos de su población. Sudamericanos, centroeuropeos, árabes y africanos sobreviviendo en infinidad de situaciones mas o menos favorables, coexistiendo con una, aparentemente, reducida población local no siempre de manera cordial.
En estos días he tenido la oportunidad de contemplar a alguien sintiendo verdadero miedo un miedo profundo, enraizado en la misma existencia del que lo padece.
Un vespertino paseo nos llevó hasta el “opencor”, un negocio con artículos de “primera necesidad” y no tan de primera, atendido por anodinos empleados, -curiosamente ninguno foráneo-, trabajando por turnos, “24 horas al día, 365 días al año”, como reza su eslogan. Obviamente pensado para hacer dinero a deshoras.
Esa noche atendían el local tres empleados: Una chica de marchito peinado encargada de la “panadería”, con el despiste propio del que piensa más en lo que hará que en lo que hace; un nervioso chico ajetreado en cobrar los dispares artículos que pasaban por la caja y un musculoso y pueril vigilante de ojo avizor jugando a ser eficiente que importunaba nuestro inocente curioseo en aquella exposición de inapetecibles libros y caprichosas bebidas.
Mientras tres chicos, quizá polacos, coincidían con nosotros en el puesto del pan, algún grupito de muchachos de acento árabe y sudamericano, pululaban entre los estantes.
Ya en la cola para pagar, fuimos testigos de la escena que nos ofreció el escrupuloso vigilante que inesperadamente y sin ningún miramiento, preguntó a su compañero de caja si recordaba cuantos CDs había en un rincón de la tienda.
-Cinco -contestó apáticamente el cajero-.
Parecía esperar esa respuesta para poner en marcha un deliberado plan que habría de recuperar el artículo que al parecer había sido sustraído por no-se-sabía-quién, un plan quizá urdido en décimas de segundo por su cuadrada cabeza: Ordenando al atareado cajero que no dejara salir del local a un sorprendido chico que con acento árabe preguntaba porqué, el indiscreto guardián emprendió la persecución de otros chicos que, momentos antes, habían salido de la tienda, haciéndonos participes a todos los presentes de que alguien había cometido un delito en sus dominios pero que tenía controlada la situación.
El vigilante abandonó el lugar por una de las dos puertas existentes, con pose exhibicionista, sacando pecho, dando amplias zancadas aparentando no costarle esfuerzo. La orden que escupió a su atareado compañero no se cumplió, el chico árabe aprovechó la coyuntura para marcharse por la otra puerta. Acto seguido vuelve de nuevo a entrar en escena el vigilante con las manos vacías que enseguida es advertido por un comprometido cliente, totalmente cautivado por la trama de la película, de por donde había escapado el presunto malhechor. De nuevo contemplamos otra exhibición de carrera, esta vez hacia la puerta contraria.
Poco tiempo pasó para que volviera a entrar el petulante gorila, esta vez atenazando con su brazo esculpido a golpe de mancuerna el cuello de un joven sudamericano a cuya mano se aferraba un confundido niño de unos ocho años. Dos perfectos cabezas de turco.
-Pero, ¿porque me coge así?, señor,… Vamos a hablar, señor,… Por favor, suélteme, señor, hablemos,… no me voy a ir, señor,… ¿por que me coge así?,… -gemía el adolescente, mientras, el niño lloraba amargamente, apretando su brazo.
El pánico que sentía el desconcertado niño era tal, que le rezumaba por los ojos. Unos ojos saturados de miedo que miraban sin ver, sin saber donde dirigir su súplica, revelando su deseo de no querer estar allí. Temblaba abrazado a la mano de su compañero sin apartarse un milímetro de él, girando su cabeza a su alrededor, quizá para advertir por donde venía el creciente peligro que sentía.
Con el menosprecio del tosco gorila con la sola idea de capturar a algún miserable, dando enérgicamente la orden de llamar a la policía, -ésta si se cumplió-, los remolones clientes absortos en su curiosidad y la incertidumbre de su prisionero hermano a su alrededor, abandonamos el local.
Seguramente al policía no podría demostrar el robo y no encontraría prueba alguna de su relación con el chico árabe fugado, -tal vez otro inocente-, por lo que a lo mejor los dejaría marchar, pero a lo peor esa misma noche el miedo volvería a ese niño en forma de pesadilla, donde demonios blancos con uniforme le persiguieran incesantemente, donde millones de ojos le observaran en los laberínticos túneles de un supermercado mientras voces de irreconocible acento le exigen algo que él no entiende, donde una mano acusadora expulsara a sus seres queridos de la peor parte del paraíso hacia el propio infierno, mientras coloca a su espalda una gran losa de culpa.
O quizá no.

jueves, 24 de agosto de 2006

AMIGA ÍNTIMA.

Hoy he visto una abubilla, esa amiga que de vez en cuando viene a recordarme que todo está bien.
Resulta difícil explicar la sensación que me produce ver a este animal. No es cuestión de superstición, es más bien una herramienta creada de manera intuitiva para regresar al presente.
La abubilla me rescata de ese ominoso letargo en el que inevitablemente caigo cuando quedo atrapado en equivocaciones antiguas, proyectos inconclusos, dudas, deseos, temores o exigencias a mi mismo.
El caso es que cuando la veo, recobro la conciencia del momento en el que me encuentro. Me relajo, respiro, aprecio la armonía de todo lo que me rodea, contemplo la vida tal y como se me muestra.
Coincide que cada vez que veo una abubilla las ideas que me hacen continuar adelante adquieren fuerza y eso, me hace sentirme inmensamente bien.

domingo, 20 de agosto de 2006

ARDILLAS

La primera vez que oí algo sobre las costumbres de la Sierra de Segura, fue durante una de mis visitas de fin de semana a su casa en Huelva -uno de tantos- .
Aquel sábado, recibió la visita de algunos compañeros de la facultad para intercambiar apuntes y comentar lo despiadado o compasivo que eran uno u otro profesor. Entre esos amigos se encontraba una chica, de la que supe que era de una de las numerosísimas pequeñas aldeas de aquella sierra, que sin quererlo se convirtió en la improvisada protagonista de aquel encuentro.
Como se acercaba la hora, aceptaron gustosamente quedarse a comer y recibieron con entusiasmo la idea de hacer migas con el pan duro acumulado durante días. Lo bueno de hacer migas es precisamente compartir el esfuerzo de moverlas en la sartén mientras se toma un aperitivo, por lo que todos participamos de ese ritual charlando animadamente en la cocina.
Desde el primer momento se apreció la naturalidad de la aldeana que con sencillez nos sugirió añadir un tomate picado justo cuando los ajos están a punto de dorarse y antes de poner las migas de pan humedecidas. Ninguno de los presentes había oído nunca esa sugerencia pero nos pareció muy buena idea, asi que, dicho y hecho.
Las migas quedaron estupendas, jugosas y suculentas. Las disfrutamos según la tradición del “paso adelante-paso atrás”, esto es, acercarse al perol para coger una cucharada y a continuación retirarse para dar opción a los demás a hacer lo mismo, celebrando la idea del tomate a cada bocado.
El coloquio sobre las costumbres gastronómicas de cada uno de nuestros terruños se prolongó durante casi todo la comida. Allí conocimos los peculiares nombres de los platos típicos de cada pueblo o las variantes de una misma receta según la zona, pero sobre todo, supimos por la segureña que en su comarca había quien todavía comía ardillas.
Manifestó con toda naturalidad que ella las había comido, que en otro tiempo era algo común pero que hoy por hoy no era una práctica frecuente. Sorprendidos y curiosos la asediamos con toda clase de preguntas sobre como se cazaban, como se cocinaban o que sabor tenían, incluso alguien preguntó por el sentimiento que le producía comer ardillas, a lo que ella contestó de manera lacónica encogiéndose de hombros.

Esa noche, cuando ya todo estaba en silencio, se oyó su párvula y casi imperceptible voz todavía impresionada:
Se comen las ardillas!.

jueves, 17 de agosto de 2006

CUMPLO AÑOS

Hoy es mi cumpleaños y gracias a youtube tengo un regalo estupendo.
¡¡Que lo disfruteis tanto como yo!!.

martes, 15 de agosto de 2006

PICNIC URBANO

Cuando comenzamos a estudiar la carrera, todos los que coincidíamos por aquella época en la Escuela, adolecíamos de un considerable despiste pueblerino y una ingenuidad pasmosa, por muy mayor, lanzado o capitalino que uno fuera.
Era esa inexperiencia, la cualidad que nos empujaba a participar de cualquier propuesta con una arrebatadora naturalidad provinciana. Compartíamos nuestra ignorancia, curioseábamos en nuestros corazones, nos aventurábamos a todo lo nuevo y resolvíamos el devenir de los acontecimientos con una rica imaginación (y un pobre bolsillo).
En ese contexto nació la tradición del “Picnic urbano”, una diversión que practicábamos un grupo de cuatro “afínes” consistente en algo tan simple como abastecerse de algún refrigerio e irse a cualquiera de los rincones que la capital ofrecía, para disfrutar de nuestra compañía y la adquisición gastronómica de turno.
Cualquier sitio era bueno para nuestro peculiar esparcimiento, la escalinata de la escuela, algún desastrado banco del parque, el pretil de alguna recóndita placita,… incluso, algún transitado portal de cualquier comercio. Allí, además de compartir el refresco, coquetear con el tabaco o aprender a comerse el yogurt con la tapa, interpretábamos la vida, nos ilusionábamos con el futuro, abríamos nuestro corazón y abandonábamos formalismos para jugar a ser nosotros. Nos inventábamos la vida y por aquel entonces nos gustaba que se pareciera a un picnic.

Ahora, el panorama parece ser otro. Ya con años y sabiendo que la experiencia duele, la tendencia es huir de la ingenuidad. Desdeñamos nuestra natural condición provinciana, para acentuar el artificioso carácter urbanita del anonimato, la prudencia, la asepsia y la autosuficiencia. Temerosos de lo desconocido, nos refugiamos con indolencia en cualquier ñoña costumbre. Cegados por añejas decepciones, disgustos y prejuicios, nos mostramos desconcertados, -o incluso angustiados-, ante cualquier disyuntiva que se nos presenta. Atesoramos dogmáticamente lo aprendido y ocultamos nuestra ignorancia tras una máscara de sensatez y competencia.
En nuestro empeño por evitar el sufrimiento, nos esforzamos en construir límites y más límites: Nos refugiamos en la moderación, nos resignamos a las creencias heredadas, nos atamos a la conveniencia, recelamos del porvenir. Nos refugiamos tras un muro construido, -y reforzado a cada rato-, con el miedo, la soberbia, la intransigencia, el abatimiento,... Un muro levantado a costa de nuestra frescura, nuestra fuerza, nuestra imaginación y nuestra capacidad de juego.
Yo de momento hago graffiti en ese muro, así descubro de que lo he construido. Sé que lentamente se irá desmantelando con cada sonrisa que esboce, cada proyecto que me embarque, cada nueva experiencia que aparezca, cada verdad que conozca, cada escucha, cada lectura,…cada propuesta que haga para desmantelar nuestros muros.
¿Qué tal un picnic?… ¿Urbano?.

domingo, 13 de agosto de 2006

LOGICA NATURAL.

De entre los niños que aquel año ocupaban la residencia, Juan era de los más pequeños. Además de ser un niño inteligente, sencillo y templado, era mi paisano, lo que era inevitable que tuviera cierta predilección por él.

Aquella tarde me recibió con un saludo lánguido. Era evidente que tenía un incipiente resfriado.
-¿Parece que has cogido un catarro, Juan?, le dije interesándome por su salud.
-“Si, me he resfriado a las seis y sincuentaisinco”, dijo convencido con ese seseo tan familiar.
- ¿Y eso?, Pregunté curioso, sorprendido por tanta exactitud.
- Pues nada, ejem, carraspeo para aclararse su dolorida garganta, que ayer me acosté bien y esta mañana cuando me levante a mear, tenía mocos y me dolía la garganta. Miré el reloj y eran las seis y sincuentaisinco. Dijo con desparpajo seguro de haber encontrado el momento justo del comienzo de su catarro.
Pasó la tarde tranquilo. En la merienda compartimos un zumo de naranja y el estudio de esa tarde lo pasó leyendo a Asterix en el sofá. Estaba concentrado en la lectura, pero parecía como si su atención estuviera mas bien en descubrir el momento final de su catarro. Después de cenar se tomó la temperatura y sus medicinas y dócilmente se fue temprano a la cama.

Hace poco lo volví a ver y como siempre, -por muy hombre que ahora sea-, no ha perdido la costumbre de darme los dos besos que siempre ha empleado para saludarme.

viernes, 4 de agosto de 2006

NACIDA DEL CORAZÓN.

-“Ya tenemos la idoneidad”.- Dice el escueto mensaje que Mariana me envía lleno de ilusión y alivio.
La llamo para sumarme a su felicidad y apenas logro entender lo que dice su entrecortada voz ya que regresan a casa desde la Capital y la cobertura de su móvil es escasa.
-“…Acaban de decirnos que nos hemos quedado embarazados”, bromea ilusionada, consciente de haber dado un paso más en su propósito de ser padres.
Atrás dejan las dudas abiertas por las visitas de trabajadoras sociales y los tests psicológicos.
Ahora se enfrentan a nuevas inquietudes y emociones, pero una cosa es segura, a cada paso que dan, cada vez se sienten más padres y el amor que sienten por esa niña que está por venir, lo disfrutamos los amigos.
Lo estáis haciendo muy bien. Ánimo.

jueves, 3 de agosto de 2006

LA GESTA.

En las fiestas del pueblo es costumbre celebrar el, –ya legendario-, "Maratón de Fútbol Sala", una prueba titánica de 24 horas jugando a futbito.
El carácter titánico del evento no solo radica en correr ardorosamente 40 minutos por partido detrás de un balón, recibiendo toda clase de empujones, patadas y agarrones, sino en mantenerse sobrio mientras esperas el siguiente encuentro.
Fue en uno de esos partidos -“de los que crean afición”-, donde se pudo ver una de los episodios mas relevantes de aquel torneo.
Se enfrentaba el equipo favorito, cuyo nombre parecía haber salido de una broma privada de sus componentes, con otro no menos notable grupo de aguerridos jugadores, exponsorizados por algún comercio del pueblo. Era un encuentro próximo a la final, por lo que todos los jugadores presentaban claras muestras de cansancio y algunos de ebriedad.
La competición parecía haber perdido intensidad, pero para sorpresa de los espectadores ocurrió una jugada que nos recordó lo vano que puede resultar el trabajo humano si no existe colaboración.
Tras un lacio rebote en un poste, aquel escuálido defensa acabó, sin esperarlo, con el balón en sus pies mirando a su propia portería.
En un abrir y cerrar de ojos lo pisó y se revolvió sobre sí en un alarde de dominio futbolero, iniciando así su periplo hacia la portería contraria.
Al instante, tuvo que resolver el primer embate rival saltando con elegancia sobre la amenazante -y asombrosamente- pierna peluda de un astuto delantero contrario.
No perdió el balón, el rebote hacia la izquierda le permitió recolocarse en su banda donde un robusto bigotudo, le salió al paso.
En otra vistosa filigrana, paró la pelota para evitarlo.
Giró a su derecha tratando de encontrar el apoyo de su retrasado equipo pero el velludo rival se levantaba de nuevo para iniciar de nuevo el acoso, impidiéndole el trato con los suyos.
Tenia que continuar él solo.
Gracias a la torpeza de un centrocampista, que en un traspiés no solo se auto excluyó de la liza sino que impidió al del mostacho llegar hasta él, nuestro héroe atravesó el campo transversalmente.
Corría hacia el otro lado del campo sin despegar la vista del balón. La ayuda de sus apartados compañeros no llegaba.
Topó de bruces con otro contrincante pero, con dudosa habilidad, le hizo tal espectacular caño que hizo murmurar al sorprendido público.
Ya en campo contrario, perseguido por el que acababa de regatear, corrió esperanzado por la banda derecha mientras gritaba: -¡vamooos, vamooos!, apremiando a sus compañeros.
El portero oponente se le venía encima. La expectación era máxima. Sin espacio se deshizo de él con un quiebro que casi le hace perder el balón por la banda.
Todavía tuvo que, milagrosamente, sortear una vez más a su perseguidor (¡otro caño!) y de nuevo, la peluda pierna del delantero, (que vertiginosamente había cruzado el campo), antes de conseguir un magnifico centro.
La gente quedó muda, viendo cruzar el balón delante de la portería sin encontrar un solo pie que, sin esfuerzo, lo introdujera entre los palos.
Extenuado, extendió los brazos denunciando la desidia de sus compañeros, antes de lanzar una pregunta al aire:
¿ Equipooo?!.

El gol fue lo de menos. El estruendo que premió aquella gesta fue tal que la gente que había en los alrededores de la cancha se acercaba para preguntar que pasaba. Nadie era capaz de explicar que había pasado. Solo sonreíamos, acertando únicamente a decir,…
Deputamadre tio, deputamadre!

martes, 1 de agosto de 2006

LA COVACHA.

Comencé a trabajar como educador hacía ya algún tiempo, pero no intervine con familias hasta que llegue a la comarca más al sur de la provincia.
Era la primera familia que me asignaron. Me debatía entre la ilusión y la preocupación por hacerlo bien.
Lo primero era “empatizar” con sus miembros, por lo que las primeras visitas se programaron para realizar las presentaciones oportunas, conocer la vivienda que habitaban y comprobar la situación personal de cada uno (a que se dedicaba, que papel jugaba en la familia, cual era su visión de la problemática familiar, sus limitaciones, sus expectativas,...).
Para acometer la primera visita había que desplazarse al pueblecito más al sur de la zona, donde vivía la familia.
Me acompañaba la Trabajadora Social, una mujer aparentemente comprometida que alternaba su papel de instructora con el de cicerone.
Al llegar a la casa, se podía ver claramente la dimensión del trabajo que había que hacer y el lugar que ocuparía yo en todo eso.(sic).
Nos recibió una rechoncha mujer gitana, que con abrumador desparpajo nos hacía partícipes de sus, -según ella-, innumerables carencias y las reservas ante nuestra “intervención”. Explicaba que no tenia ningún inconveniente en que les visitara, el único problema es que yo era hombre y que como su marido casi siempre estaba fuera... a lo peor no le gustaba.
Al tanto, se presentó providencialmente el marido. Un alegre y escuálido gitano con evidentes signos de embriaguez en plena fase de “exaltación de la amistad”. A la vez que consentía en que viniésemos a la casa cuando quisiéramos, –aunque él no estuviera-, nos instaba a que le arregláramos “una paguilla” por su dolorida espalda que le impedía trabajar. Al parecer, la lesión se la produjo “descargando camiones”.
-”los sacos pesaban mucho”, decía jocoso con una sonrisa de oreja a oreja.
Les pedimos ver la vivienda y aceptaron, no sin antes excusar la, –evidentemente perpetua-, falta de limpieza de la casa por “falta de tiempo”. Abandonamos el irreconocible salón para entrar en una cocina de difícil acceso y peor distribución. En un extremo se podía ver lo que parecía una portezuela tapada con una cortina.
Cuando la cruzamos descubrimos que se trataba de una covacha excavada en la roca de la montaña lindante con la casa. Era oscura, curiosamente amplia y sus irregulares paredes de piedra albergaban un arsenal de variopintos bártulos, viejos enseres y un sinfín de chismes de irreconocible chatarra. Pese a todo el lugar era extrañamente agradable ya que era un lugar fresco y seco.
Haciendo alarde de su manejo de la “observación directa”, mi compañera nos invitó a apreciar las excelencias de aquella estancia para conservar los alimentos. Quizá se precipitó un poco en aleccionar a aquella gente:
Este es un lugar muy fresquito, lo limpiáis, lo acondicionáis, ponéis una estantería,...¡mirad, que buen sitio para colgar un jamón! –decía, señalando la piedra viva-.
- Já!, –rió ruidosamente el enjuto patriarca mientras buscaba cómplice mi mirada-, jamón dice. Si aquí entrara un jamón, no le daríamos tiempo a llegar a la cámara.

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Para el que sabe ver todo es transitorio