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martes, 1 de agosto de 2006

LA COVACHA.

Comencé a trabajar como educador hacía ya algún tiempo, pero no intervine con familias hasta que llegue a la comarca más al sur de la provincia.
Era la primera familia que me asignaron. Me debatía entre la ilusión y la preocupación por hacerlo bien.
Lo primero era “empatizar” con sus miembros, por lo que las primeras visitas se programaron para realizar las presentaciones oportunas, conocer la vivienda que habitaban y comprobar la situación personal de cada uno (a que se dedicaba, que papel jugaba en la familia, cual era su visión de la problemática familiar, sus limitaciones, sus expectativas,...).
Para acometer la primera visita había que desplazarse al pueblecito más al sur de la zona, donde vivía la familia.
Me acompañaba la Trabajadora Social, una mujer aparentemente comprometida que alternaba su papel de instructora con el de cicerone.
Al llegar a la casa, se podía ver claramente la dimensión del trabajo que había que hacer y el lugar que ocuparía yo en todo eso.(sic).
Nos recibió una rechoncha mujer gitana, que con abrumador desparpajo nos hacía partícipes de sus, -según ella-, innumerables carencias y las reservas ante nuestra “intervención”. Explicaba que no tenia ningún inconveniente en que les visitara, el único problema es que yo era hombre y que como su marido casi siempre estaba fuera... a lo peor no le gustaba.
Al tanto, se presentó providencialmente el marido. Un alegre y escuálido gitano con evidentes signos de embriaguez en plena fase de “exaltación de la amistad”. A la vez que consentía en que viniésemos a la casa cuando quisiéramos, –aunque él no estuviera-, nos instaba a que le arregláramos “una paguilla” por su dolorida espalda que le impedía trabajar. Al parecer, la lesión se la produjo “descargando camiones”.
-”los sacos pesaban mucho”, decía jocoso con una sonrisa de oreja a oreja.
Les pedimos ver la vivienda y aceptaron, no sin antes excusar la, –evidentemente perpetua-, falta de limpieza de la casa por “falta de tiempo”. Abandonamos el irreconocible salón para entrar en una cocina de difícil acceso y peor distribución. En un extremo se podía ver lo que parecía una portezuela tapada con una cortina.
Cuando la cruzamos descubrimos que se trataba de una covacha excavada en la roca de la montaña lindante con la casa. Era oscura, curiosamente amplia y sus irregulares paredes de piedra albergaban un arsenal de variopintos bártulos, viejos enseres y un sinfín de chismes de irreconocible chatarra. Pese a todo el lugar era extrañamente agradable ya que era un lugar fresco y seco.
Haciendo alarde de su manejo de la “observación directa”, mi compañera nos invitó a apreciar las excelencias de aquella estancia para conservar los alimentos. Quizá se precipitó un poco en aleccionar a aquella gente:
Este es un lugar muy fresquito, lo limpiáis, lo acondicionáis, ponéis una estantería,...¡mirad, que buen sitio para colgar un jamón! –decía, señalando la piedra viva-.
- Já!, –rió ruidosamente el enjuto patriarca mientras buscaba cómplice mi mirada-, jamón dice. Si aquí entrara un jamón, no le daríamos tiempo a llegar a la cámara.

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Para el que sabe ver todo es transitorio