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viernes, 30 de marzo de 2007

MIL CHICOS, UNO GRANDE.

MIL DOLORES PEQUEÑOS - De la piel pa'dentro. (1994).

Los años noventa no habían aun llegado a su ecuador cuando escuché en Rne3 esta canción por primera vez a cargo de este particular grupo de sugestivo nombre, Mil Dolores Pequeños. Por aquel entonces mis viajes a Huelva eran frecuentes. Aprovechaba cualquier fin de semana que me era posible viajar, para ir a verla. Los días que pasaba allí -por fuerza- tenía que sumarme a la dinámica de la casa, así que como ella estudiaba, yo pintaba piedras. En el justo momento de un día de abril en el que escuché esta sugerente letra de Antonio Escohotado -que aparece en su "Fenomenología de las drogas (1, 2)"-, supe que sería un buen motivo para pintar el trocito de baldosa que reservaba para alguna “ocasión especial”. La hice no para tenerla yo pero bueno, quiza la tenga para recordarme que de la piel pa'dentro, mando yo.

De la piel pa' dentro,
comienza mi exclusiva jurisdicción.
Elijo yo aquello que pueda o no cruzar esa frontera.
Soy un Estado soberano, y las lindes de mi piel,
me resultan mucho más sagradas
que los confines políticos de cualquier país.

lunes, 26 de marzo de 2007

INSTANTE PALABRAFIADO.

El mejor uso que he visto hacer de un libro de texto ha sido el que hacían aquellas niñas abriéndolo sobre sus cabezas para defenderse de la lluvia”-, decía Ramón Gómez de la Serna para captar ese preciso -precioso, diría- instante, en el que se puede “leer” muchísimo mas de lo que dice.
Con una tremenda habilidad para hacernos participes de todo cuanto veía, acuñó un término para definir estas instantáneas que -como si de una cámara fotográfica se tratara-, capturaban todo lo que le salía al paso, solo que en vez de atrapar imágenes, captaba al detalle sensaciones, ideas, emociones, creencias,… A este nuevo concepto lo llamó “Greguería”.
Desde aquí os animo a conocer a éste perspicaz observador que con sus Greguerías nos invita a practicar una atención activa de cuanto nos rodea y a ejercitar nuestra creatividad e imaginación a través de la palabra.

miércoles, 21 de marzo de 2007

NO SOLO EN GRANÁ.

Hay un chascarrillo que retrata a la perfección la “malafollá granaína”, esa manera de distinguirse tan particular que tienen los de Granada -no todos, claro-, mediante una perversa combinación de franqueza, parquedad y escarnio:
Un individuo encuentra por casualidad a un antiguo compañero de colegio. Se impacienta tanto por saber como le ha ido la vida que no puede evitar bombardearle con un sinfín de preguntas.
-¡Qué casualidad, tú por aquí!, ¿Como estás?,… ¿y tus padres?,... ¿sigues viviendo en el mismo barrio?... ¡me alegro de verte, joer!,... dime, ¿Que estudiaste al final?,... Derecho, ¿no?,... ¿trabajas por aquí?... porque trabajas, ¿no?. Ja, ja, ja... ¡no me puedo creer que esté aquí contigo!...pero, ¿estás casado?, ¿Tienes hijos?,... ¡Seguro que si!, ja, ja, ja,...oye,... hace poco vi a Juan, ¿te acuerdas de Juan?,... ¿eh?,... y a Felipe.... ¿te acuerdas de Felipe?,... ¿eh?... ¿eh?...
Secamente, el antiguo compañero sentencia:
- ¡Anda y que te entretenga tu puta madre!

Pero la malafollá indistintamente se puede ejercer y padecer sin motivo y sin necesidad de ser de -o de estar en- Granada.
A veces adquiere un carácter universal. Todo el mundo parece contagiado y aparece cuanto menos te lo esperas detrás del hilo telefónico, en la cola de la caja del supermercado o en el portal de tu casa personificada en el impertinente perro de la vecina. Gestos y palabras fuera de tono -y lugar-, que te hacen pensar que algo pasa. Pareciera que se esta celebrando el “Día Internacional de la Malafollá” y tú sin enterarte.
Hay días que de aguantar impertinencias y de “morderte la lengua”, resultan agotadores. Y es que a lo mejor mas de uno necesitamos unas vacaciones.

domingo, 18 de marzo de 2007

VENTANAS.

Se marcha discretamente el invierno. (Ventana Oeste).
Mientras, asoma con ímpetu la primavera. (Ventana Sur).

miércoles, 14 de marzo de 2007

MANÍAS.

De chico aderezaba mi cotidianidad entregándome a pequeños “jueguitos” que aprendí del resto de la chiquillería de mi generación. Divertimentos en apariencia inocentes heredados de nuestros mayores a los que supeditábamos nuestros deseos y que condicionaban nuestro comportamiento por la considerable carga de superstición que en ocasiones encerraban. Me explicaré.
La mayoría de esos jueguitos eran inofensivos y tenían su gracia por las situaciones tan absurdas a las que te arrastraban. Buscaban nuestra diversión y a lo sumo te condenaban por ejemplo a una búsqueda incesante de personas pelirrojas, mujeres embarazadas o números capicúas en las matriculas de los coches, con tal de que se cumpliera el deseo formulado previamente a través de alguna de las numerosas recetas que de niños manejábamos para tal fin. Por la misma razón era fácil encontrar a alguno de tus amigos recluido en un resignado mutismo esperando que alguien prenunciara su nombre. Recuerdo por ejemplo aquello de “Quien pisa raya, pisa la medalla”, una fórmula que te obligaba a evitar pisar cualquiera de las juntas entre baldosas o bordillos que salían al paso. Con ella convertía mis desplazamientos al colegio o a cualquier recado en una autentica aventura mientras avanzaba patizambo por las calles, caminando ensimismado con pasos desiguales para acomodar mis pies entre las líneas que formaban las losetas del piso -cosa que seguramente acentuaba ese aspecto de “estar en la inopia” del que siempre se quejaba mi madre-, y contagiando tan tremenda bobada a todo niño que se me cruzaba. Parece que ya de chico apuntaba maneras de excéntrico.
Pero algunas de esas fórmulas perdían su inocencia cuando -de manera más que evidente-, se utilizaban para manejar nuestro comportamiento creando y/o alimentando nuestro miedo –un importante medio de control y a fin de cuentas un eficaz recurso educativo-. No pasaba desapercibido quien no intentara evitar todo aquello que podría atraer la “mala suerte”: pasar debajo de una escalera, abrir un paraguas en casa, pinchar el pan, dormir con calcetines,... y en cualquier momento siempre podía haber alguien que mantuviera nuestra angustia existencial soltando alguna frasecilla -generalmente con rima para que pudiera recordarse fácilmente-, como cuando en las noches de luna llena mi madre me recordaba la presencia de “La luna naranja que tiene brazos y pies” para que no me alejara demasiado, algo que a una tierna edad puede dar bastante repelús -doy fe, aun hoy en esas noches me debato entre la nostalgia y el estremecimiento-.
Quizá el riesgo del aprendizaje y empleo de estas formulitas está en que con el tiempo pueden generar insanas manías que nos hagan supeditar en demasía nuestra felicidad a nuestros deseos.
Cualquiera puede tener alguna pequeña manía. Yo mismo en mi mocedad utilizaba asiduamente en mi más profunda intimidad una de esas formulitas que aprendí de niño, era esa donde se relacionan hechos al azar con la esperanza de que el destino te sea favorable si realizas algún sacrificio, algo así como "si hago tal cosa (sacrificio), pasará tal otra (deseo)”.
En aquellos tiempos de incertidumbre cuando casi nunca sabía con exactitud cuando la volvería a ver, era frecuente que me viera pensando cosas parecidas a lo que dice el personaje interpretado por Audrey Tautou en esta escena de la película “Largo domingo de noviazgo” de Jean-Pierre Jeunet donde expresa su deseo de que su amado vuelva sano y salvo de la guerra. Lo peor del jueguito claro está, era la desazón que sentías cuando no se cumplía lo que formulabas.
Una cosa es sufrir por lo que ocurre y otra es condicionar nuestra felicidad a lo que todavía está por venir. Quizá para evitar sufrimientos innecesarios podríamos intentar liberarnos de lo que esclaviza nuestra voluntad tratando de ser conscientes de todo lo inútil que hemos aprendido.

viernes, 9 de marzo de 2007

PENUMBRA. (1999).

El mundo oval, sencillo, inmenso.
La luz lo invade.
Se desliza el manto del eterno sueño negro
y despierta la vida en cada detalle.
Piedra, planta, pez.
Verde viento. Vuelo.
Savia, sangre, sal.
Tronco, tierra, tez.
Uña, ubre, huerta.
Mar, madera, muerte.
Una mitad despierta, la otra se apaga.
El mundo apagado espera un mediodía.

domingo, 4 de marzo de 2007

LA OUIJA.

(Viene de...) En un santiamén se despejó la mesa limpiando el azúcar y las gotas de café que se habían derramado. Mi partenaire que hacia de anfitriona en esas caseras sesiones de espiritismo, tardó un suspiro en distribuir en ella una colección de papelitos escritos por una cara, tantos como las letras del abecedario y los números del 1 al 10. Los dispuso alrededor del tablero de formica formando un gran circulo y en el centro colocó un vaso de cristal bocabajo -de los de chato de vino-, flanqueado por dos papelitos más con las palabras “si” y “no”. Dio comienzo a la sesión pidiendo a cuatro de nosotros que colocáramos nuestro dedo índice sobre el vaso. Hecho esto, pronunció una formula de invocación que lo único que invocó fue la risa de los más profanos -yo incluido, claro-. Una llamada al orden no bastó para ponernos serios ya que alguien colocado justo enfrente estaba “poniendo caras” para llamar mi atención haciendo imposible que me concentrara. La anfitriona nos rogó entonces más interés y nos recordó el carácter voluntario de nuestra presencia, pero basta que prohíban la risa para que sea imposible retenerla. La risotada que se me escapó acarreó tener que ceder mi puesto a alguien mas concentrado, pero aunque en principio fui excluido -pasando a ser un mero espectador-, mas adelante pude recobrar -como veréis- mi puesto en el “manejo” del vaso. Quedaron pues los que ya tenían alguna experiencia en el asunto.
Tras darnos un descanso para beber agua y recobrar la seriedad, retomamos “el juego”. Para evitar más interrupciones se prescindió de verbalizar la dichosa formulita invocadora acordando que cada uno la pronunciaría mentalmente, lo que ayudó bastante a mantener la concentración de los participantes.
Después de unos minutos de concentración y a la tercera vez de interrogar al vaso si había alguien allí, éste se desplazó tímidamente hacia el “sí” lo que provocó mi sorpresa.
- ¡Ostras, funciona!, -pensé-.
A partir de ahí se sucedieron algunas preguntas para conocer a nuestro interlocutor. El vaso fue desplazándose por las letras una a una, para darnos la información que le pedíamos. Decía llamarse “Morad” y conforme se le preguntaba, supimos que no se trataba de ningún espíritu sino de la conciencia de un árabe, marroquí para mas señas, que estaba vivito y coleando. Poco a poco se afinaron las preguntas para saber que podía hablar con nosotros independientemente de que su dueño estuviera durmiendo o en vigilia y que precisamente en aquel momento estaba soñando.
Una vez presentados la cosa se fue relajando y la conversación con aquella entidad derivó a ñoñas preguntas sobre novios/as y asignaturas. Yo desde la retaguardia requería a mis compañeros que preguntaran cosas -a mi entender- mas interesantes, como el lugar donde se encontraba, cuales eran sus intenciones o si estaba acompañado por entidades igual que él o diferentes.
Cuando mis compañeros accedieron a mi petición e interrogaron a Morad sobre el lugar donde se encontraba éste señalaba: “A – L – W” y si se insistía dejaba de moverse o volvía a repetir “A-L-W”.
No podía creer que aquel vaso tuviera tanta locuacidad y tercamente insistía en que eran mis compañeros los responsables de su movimiento. Quería comprobar la veracidad del asunto participando directamente, así que repetidamente les instaba a que me dejaran un lugar en el vaso. Pero según las reglas del juego era necesario que el entrevistado lo autorizara y cada vez que se le preguntaba que si yo podía participar, éste se dirigía al “no” lo que reafirmaba mi idea de que eran mis propios compañeros los que me estaban vetando. Solo cuando condicionaron mi participación a no preguntar más sobre el lugar donde se encontraba el vaso me dejó participar.
Poco a poco entramos en un dialogo donde aquella conciencia ajena me sugería cuidar de mi madre -por aquella época mi diálogo con ella estaba roto- y me aseguraba que no seguiría mucho tiempo con mi costilla (cosa que mas adelante se cumpliría). Cuando se relajó, volví al ataque preguntando por el significado de "ALW" pero era un tema delicado que parecía no gustarle porque el vaso dejaba de moverse o señalaba lo mismo (“a-l-w”).
Lo curioso fue cuando a la vez que la prudente anfitriona preguntaba si quería que me retirara del juego yo proponía que me dijera la palabra que estaba pensando. Ambas preguntas coincidieron en el aire.
El vaso entonces se dirigió sistemáticamente hacia la “H” y la “E”.
- ¿Que significa H-E?, -preguntamos-.
- M-E R-I-O.
¡Se reía! Dejó claro que le hacia gracia mi proposición.
Rápidamente me hice de un bolígrafo y sin que los demás pudieran verlo escribí algo en un trozo de papel.
- Entonces, ¿puedes decirme que he escrito en el papel? -insistí-.
No hubo respuesta.
- Quieres que abandone el juego…? -repitió la anfitriona colocando mi nombre en su pregunta-.
El vaso no se movía.
- Estas ahí?
Después de un momento, contestó.
- S-I.
- ¿Que he escrito en…? No pude acabar la frase. Rápidamente el vaso se puso en movimiento para buscar las letras que formaran una respuesta.
- A-M-O-R.
Sin decir nada todas las miradas se dirigieron a mi pero la cara que se me quedó ya adelantaba que eso era justamente lo que escribí en el papelito.
Acto seguido nuestro etéreo interlocutor nos hizo ver que tenía que marcharse y nos despedimos de él amigablemente.
Después de aquella tarde no volvimos a montar el tinglado de las letras. No por nada, simplemente porque no encartó, pero el caso es que a mi me quedó la duda de si aquella experiencia fue una singular manera de interactuar entre nosotros o si realmente medió alguna entidad al margen de los que coincidimos aquella tarde.

sábado, 3 de marzo de 2007

LA OUIJA. (Intro).

Durante el primer año que estuve en la Capital, la chica con la que salía vivía con su hermana y una de sus amigas en un pisito de un humilde barrio conocido por los autóctonos-aborígenes como “el barrio de la guita”. Lo llamaban así porque según se cuenta cuando lo construyeron, los futuros moradores utilizaban un cuerda para comprobar si les cabrían o no los muebles.
Trás pasar la mañana en clase por la tarde solía dejarme caer por aquel pisito. Siempre había alguien de visita. Llegada la hora, iban haciendo su aparición un numero considerable de invitados -algunos fijos y otros ocasionales-, para tomar café (para mi casi de los primeros hechos en una cafetera italiana de-las-de-toda-la-vida) y pasar el rato. Los más veteranos contaban batallitas de cursos anteriores y los novatos escuchábamos. Jugábamos al cinquillo o cantábamos el repertorio del cantautor de turno. Cualquier cosa menos estudiar, (siempre había tiempo).
Una de esas tardes después de tomar el segundo o el tercer café, surgió la idea de “jugar” a la ouija.
En mi vida había oído hablar de aquello, al menos con ese nombre, pero por aquella época siempre era de los primeros para experimentar lo nuevo. Algunos se echaron para atrás por el profundo respeto que les causaba -no es tema baladí-, otros, se excusaron comentando que tenían cosas que hacer. Nos quedamos cinco o seis personas entre los que en tardes anteriores ya habían tendido alguna experiencia y los que sentíamos una tremenda curiosidad. Me atraía mucho -también me inquietaba- la idea de que pudiéramos conseguir hablar con alguien o algo del más allá. (Continúa en...).

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Para el que sabe ver todo es transitorio