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lunes, 24 de julio de 2006

JEZZÚS. (y II).

(Viene de...) Me comentaba haber tenido una importante colección de Jazz en vinilo, –“...no sé, cientos de discos”. Vivía en Francia, corrían los 60s o los muy primeros 70s. En cierta ocasión, completamente integrado en un grupo de amigos de mente abierta, incendiarias inquietudes culturales y economía resuelta, participó en un experimental encuentro lúdico-convivencial, celebrado en un lugar que él describía como una casa en el campo con un salón amplio con escasos muebles y un ventanal inmenso abierto al exterior.
El evento iba a durar algunos días, por lo que cada asistente, aportó algo para compartir con el resto y así hacer la estancia más variada y entretenida. Él trasladó su colección de Jazz.
Allí los asistentes se abandonaron durante (no se sabe cuanto) tiempo a la experimentación comunitaria de variadas expresiones del arte, la práctica del amor libre y la cata indiscriminada de LSD, (además de otras substancias). Así que, llegado el momento, con la conciencia alterada, cada cual se adentraba en su propia individualidad, siendo su percepción del espacio y el tiempo una psicodélica recreación de su confundida mente.
El “viaje” de Jesús fue como poco iniciático y esa iniciación también lo fue para mi ya que comenzaba a atisbar la variedad de lecturas que puede tener la vida. (Nos empeñamos en quedarnos con la que más duele).
Relataba como vivió el atardecer aquel día. Aturdido se sentó en el suelo dando la espalda a la pared de enfrente de la cristalera. Desde allí, contempló una desatinada danza de desconocidas y figuras negras de movimientos lánguidos y apagadas voces humeantes delante de una incandescente pantalla naranja, (obviamente no era otra cosa que el contraluz de sus activos compañeros delante del ventanal mientras caía la tarde). Cada vez más aturdido, aún podía diferenciar a su derecha unas parsimoniosas sombras que mascullaban ininteligibles palabras, mientras crecía a sus pies un extraño montículo. Las negras siluetas se empecinaban una y otra vez en remontar la colina de lo que parecía nieve negra, podía oír el crujir de la nieve bajo sus pies mientras resbalaban y se fundían las unas con las otras.

Todo le resultaba claustrofóbico por lo que se levantó para buscar la salida avanzando pesadamente a través del salón con el “craokc, craokc” de sus pisadas en la nieve. Ya en el exterior se adentro a un mundo desconocido de abstractas visiones. Angustia, sudor frío y luego... oscuridad.
Bien avanzado el día, trató de orientarse. Localizó la casa y se dirigió a ella atravesando un verdadero campo de batalla sembrado de miles de variopintos objetos y algunos delirantes guerreros declamando todavía su cruzada particular.
El aspecto del interior no era mejor. La amalgama de olores a sándalo, fruta, resina y plástico era intensa pero no desagradaba. Miró a su alrededor hasta que divisó una cara conocida. Sin perder su mirada, (buscando respuestas que pudieran ayudarle a ordenar el rompecabezas de su mente), se adentró en el salón. No lo había cruzado a la mitad cuando un resbalón le hizo reparar de lo que estaba formada la colina informe que cubría buena parte del el piso: Cientos y cientos de discos destrozados.
Sus discos.
Al parecer el delirio de su camarada consistió en demostrar la extravagante teoría de que los discos se habían transformado en los relojes blandos de Dalí, por lo que, colocándolos bocabajo, los hacia deslizar de su funda en su empeño de demostrar el carácter elástico de los mismos. Cayendo uno tras otro al suelo se amontonaban para, inconscientemente, ser aplastados por la horda caótica de la noche anterior.
Jesús entendió que la nieve por la que anduvo esa noche, no era otra cosa que sus discos crujiendo bajo sus pies.
Imagen: Encounter de Maurits Cornelis Escher. 1944

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Para el que sabe ver todo es transitorio