________________________________________________
________________________________________________

miércoles, 26 de julio de 2006

PAPELITOS

Comenzábamos a mocear, y cuando se podía, nos gustaba participar de una de las principales prácticas iniciáticas hacia la madurez: sentarse alrededor de un velador del parque para tomar algo. Los más doctos, tinto con casera.
A la hora de sentarnos, se iniciaba una disimulada, (a la vez que frenética), lucha por colocarse junto a la persona elegida, lo que acarreaba que, el que no consiguiera su objetivo, se pasara la velada taciturno.
Yo sabía que me correspondía. A la hora de sentarnos, nos buscábamos con la mirada para, tácitamente, concertar nuestro inminente encuentro en la mesa. Un encuentro que vivíamos con fingida sorpresa:
-“¡Otra vez nos ha tocado juntos!”.
-“Si, ¡que casualidad!”.
Ya instalados, participábamos de la conversación insustancial de turno, convirtiendo en constreñida naturalidad nuestra incipiente relación.Procurábamos evitar las indiscretas bromas de la pandilla que pudieran abortar el acercamiento entre nosotros, por lo que, sin querer, fuimos inventando un código de sutiles gestos para comprobar, a cada poco, nuestra afinidad.
La miraba hasta que me miraba. Me miraba furtivamente y sonreía. Le pedía probar su bebida para, disimuladamente, poder tocarla... Pasaba la noche, deseando el más ligero contacto físico, aunque cuando nuestras piernas se encontraban debajo de la mesa, sufría tal espasmo que me hacia sonrojar.
En una ocasión, me descubrió mientras jugaba ingenuamente a hacer papelitos de una servilleta de papel. Un ridículo juego que le hizo sonreír. No supe por qué pero le ofrecí uno.
En la transferencia, nuestros dedos se tocaron y una descarga eléctrica me sacudió la espalda.
Serenamente, me preguntó con un gesto para qué era aquello. Yo me encogí de hombros, asi que, sin saber que hacer con él, lo arrojó al suelo.
Como no quería que aquello acabara tan pronto, le regalé un segundo papelito. Esta vez, me recreé en el gesto, alargando el roce de mi dedo índice en su palma.
Ella me obsequió con una deliciosa sonrisa.
Contaba con que repitiera su actitud de deshacerse del papel dándome así otra oportunidad de rozarle la mano, pero comprobé que esta vez prefirió quedárselo.
Las reglas del juego se estaban escribiendo en ese momento, por lo que, sin esperar a que se deshiciera del anterior, le di otro más, poniendo todo mi ser en la entrega.
Recuerdo como, durante una eternidad, nos abandonamos al brillo de nuestras miradas.
Habíamos inventado un juego. Nuestro juego.
El resto de las noches de aquel verano, las pasamos buscando nuestras cómplices manos debajo de la mesa para jugar. Yo entregándole papelitos y ella recibiéndolos y ambos descubriendo, en cada entrega, el sensual mundo del contacto físico.
Cuando decidíamos irnos, se evidenciaba el resultado de nuestro trajín cuando ella dejaba sobre la mesa el montón de papelitos que había acumulado.
Abandonábamos las terrazas con el clamor adolescente de las canciones y las risas sobre una nube de papelitos.

Hoy he rescatado mentalmente la escena. A diferencia de aquel entonces, no me he marchado con el grupo. He continuado sentado en la mesa durante un tiempo. El suficiente para ver como, a cada golpe de viento, los papelitos se van posicionando en el descollado borde de la mesa para que, en el siguiente soplo, se precipiten al suelo. Allí inician una alocada carrera en todas direcciones, como desatados niños saliendo al patio de recreo.

No hay comentarios:

____________________________________________

Para el que sabe ver todo es transitorio