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miércoles, 14 de marzo de 2007

MANÍAS.

De chico aderezaba mi cotidianidad entregándome a pequeños “jueguitos” que aprendí del resto de la chiquillería de mi generación. Divertimentos en apariencia inocentes heredados de nuestros mayores a los que supeditábamos nuestros deseos y que condicionaban nuestro comportamiento por la considerable carga de superstición que en ocasiones encerraban. Me explicaré.
La mayoría de esos jueguitos eran inofensivos y tenían su gracia por las situaciones tan absurdas a las que te arrastraban. Buscaban nuestra diversión y a lo sumo te condenaban por ejemplo a una búsqueda incesante de personas pelirrojas, mujeres embarazadas o números capicúas en las matriculas de los coches, con tal de que se cumpliera el deseo formulado previamente a través de alguna de las numerosas recetas que de niños manejábamos para tal fin. Por la misma razón era fácil encontrar a alguno de tus amigos recluido en un resignado mutismo esperando que alguien prenunciara su nombre. Recuerdo por ejemplo aquello de “Quien pisa raya, pisa la medalla”, una fórmula que te obligaba a evitar pisar cualquiera de las juntas entre baldosas o bordillos que salían al paso. Con ella convertía mis desplazamientos al colegio o a cualquier recado en una autentica aventura mientras avanzaba patizambo por las calles, caminando ensimismado con pasos desiguales para acomodar mis pies entre las líneas que formaban las losetas del piso -cosa que seguramente acentuaba ese aspecto de “estar en la inopia” del que siempre se quejaba mi madre-, y contagiando tan tremenda bobada a todo niño que se me cruzaba. Parece que ya de chico apuntaba maneras de excéntrico.
Pero algunas de esas fórmulas perdían su inocencia cuando -de manera más que evidente-, se utilizaban para manejar nuestro comportamiento creando y/o alimentando nuestro miedo –un importante medio de control y a fin de cuentas un eficaz recurso educativo-. No pasaba desapercibido quien no intentara evitar todo aquello que podría atraer la “mala suerte”: pasar debajo de una escalera, abrir un paraguas en casa, pinchar el pan, dormir con calcetines,... y en cualquier momento siempre podía haber alguien que mantuviera nuestra angustia existencial soltando alguna frasecilla -generalmente con rima para que pudiera recordarse fácilmente-, como cuando en las noches de luna llena mi madre me recordaba la presencia de “La luna naranja que tiene brazos y pies” para que no me alejara demasiado, algo que a una tierna edad puede dar bastante repelús -doy fe, aun hoy en esas noches me debato entre la nostalgia y el estremecimiento-.
Quizá el riesgo del aprendizaje y empleo de estas formulitas está en que con el tiempo pueden generar insanas manías que nos hagan supeditar en demasía nuestra felicidad a nuestros deseos.
Cualquiera puede tener alguna pequeña manía. Yo mismo en mi mocedad utilizaba asiduamente en mi más profunda intimidad una de esas formulitas que aprendí de niño, era esa donde se relacionan hechos al azar con la esperanza de que el destino te sea favorable si realizas algún sacrificio, algo así como "si hago tal cosa (sacrificio), pasará tal otra (deseo)”.
En aquellos tiempos de incertidumbre cuando casi nunca sabía con exactitud cuando la volvería a ver, era frecuente que me viera pensando cosas parecidas a lo que dice el personaje interpretado por Audrey Tautou en esta escena de la película “Largo domingo de noviazgo” de Jean-Pierre Jeunet donde expresa su deseo de que su amado vuelva sano y salvo de la guerra. Lo peor del jueguito claro está, era la desazón que sentías cuando no se cumplía lo que formulabas.
Una cosa es sufrir por lo que ocurre y otra es condicionar nuestra felicidad a lo que todavía está por venir. Quizá para evitar sufrimientos innecesarios podríamos intentar liberarnos de lo que esclaviza nuestra voluntad tratando de ser conscientes de todo lo inútil que hemos aprendido.

1 comentario:

almena dijo...

Y no situar nuestra felicidad en el "porvenir". Disfrutar a tope este momento.
:)
Un abrazo

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Para el que sabe ver todo es transitorio