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miércoles, 6 de septiembre de 2006

SEPTIEMBRE

Hoy el atardecer me ha acompañado de vuelta a casa.
En cada ojeada al retrovisor, ahí estaba, recordándome con sus colores que estamos en septiembre, evocándome momentos felices al iluminar el apacible paseo de unos ciclistas por una pista de tierra ocre.
Que recuerde, siempre me ha gustado salir en bicicleta por los caminos adyacentes al pueblo. Aquel septiembre, salía a cualquier hora, ya fuera por el mero placer del ejercicio físico o simplemente para alejarme de mi descorazonadora casa.
- ¿Donde vas con la calor, Indurain? – bromeaba algún conocido viejo del barrio al verme pedalear a horas intempestivas.
Sin embargo, fue la misma época en la que descubrí que los atardeceres de septiembre, pueden ser particularmente hermosos.
Aun no habían empezado las clases y Ella permanecía en el pueblo.
Por aquel entonces ya entraba en su casa y aunque no era querido, se me toleraba, así que todas las tardes me dejaba caer por allí.
Llegaba con mi vetusta bicicleta como los novios antiguos para colarme en la actividad vespertina de aquella familia. Tras tomar café protocolariamente, cada uno se ocupaba de manera relajada de sus deberes, hasta que llegara la hora oportuna para poder salir a la calle.
Yo me limitaba a esperar, como un niño espera que le permitan descubrir cualquier otra cosa al margen de todo lo impuesto. Trataba de parecer ocupado leyendo cualquier pastoso libro de su padre, pintando algún dibujo que llamara su atención o simplemente, mirando sin ver cualquier insignificante novela de la televisión, bajo la áspera presencia de su madre. Ella estudiaba, siempre estudiaba.
Una tarde, cuando ya pasó la calor, cobró fuerza la idea de dar un paseo en bicicleta y aunque la suya no estaba en muy buenas condiciones, a ella parecía apetecerle lo bastante como para hacer frente al argumento desfavorable de su madre.
¡Que delicioso aquel paseo!
El sol caía mientras jugaba al escondite con algunas nubes. Cada vez que aparecía entre ellas nos regalaba una nueva paleta de colores formada por la degradación cromática del cielo, las caprichosas sombras de las nubes y los rayos que como flechas cruzaban aquella bóveda de parte a parte.
El cielo se perdía en el horizonte rojizo pero no tenias que elevar demasiado la mirada para contemplarlo majestuosamente azul entre la nubes en las que los propios tonos grises, jugaban, ayudados por una placentera brisa, con los amarillos, naranjas y violetas que les regalaba el sol. Incluso, si te fijabas bien, también aparecía el verde entre algunos tonos del amarillo y el azul.
Ella pedaleaba con la cabeza gacha en el arenoso camino, pendiente de no caer de su destartalada bicicleta mientras yo, entusiasmado, la invitaba a grito pelado a contemplar aquel caleidoscópico cielo.
- ¡Mira, chiqui, mira el cielo!... ¡Mira aquel naranja!, ¡Ese violeta!,… ¡¡El verde,… aquella nube es verde!!...
Ella miraba cautelosamente… y sonreía.
Y por un buen rato me perdí en aquel espectáculo. El de su sonrisa.

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Para el que sabe ver todo es transitorio