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viernes, 15 de septiembre de 2006

LA CASA DE LOS MONSTER.

Mi situación de becario no iba a sacarme de pobre pero, para mi, era más que suficiente tener asegurados la manutención y el alojamiento.
Ese año se presentaba prometedor, teóricamente podía dedicarme a estudiar durante el día a cambio de permanecer, -con una compañera igual de novata que yo-, al cuidado de un grupo de 17 niños en horario de 10 de la noche a 8 de la mañana.
Apenas habían pasado cinco meses cuando ocurrió que el educador asignado a la residencia tornó su trayectoria profesional hacia educación y dejó su puesto vacante. Se me propuso para sustituirlo por lo que, sin esperarlo, a comienzos de 1991 firmé mi primer contrato como educador.
Podía imaginar que mi vida a partir de entonces sería distinta, ya no solo por las mejoras en las condiciones laborales, sino porque el cambio de horario me obligaba a dormir fuera de la residencia.
Busqué con premura alguna habitación para alquilar y gracias a Juanma pasé a formar parte de la fauna y flora de la “Casa de los Monster”.
La casa en cuestión, debía su nombre tanto a sus peculiaridades como a la gente que la habitaba. Con dos plantas, se ubicaba en un rancio barrio de la capital. Sus carencias eran más que considerables, no solo por ser fría y húmeda, sino por que algunas estancias eran completamente impracticables por encontrarse semiderruidas. La habitación que ocupaba mientras estuve allí, por ejemplo, estaba adornada con grandes planos de casas, toda alrededor, a modo de friso, más que por sentido estético, -que también-, era la original solución que encontró algún antiguo e imaginativo inquilino a la humedad verdosa que rezumaba de las paredes. Me asombro aún de la valentía del dueño por alquilar, -y la nuestra por ocupar-, semejante ruina.
Pero lo realmente llamativo de la casa era la gente que, accidentalmente o no, la habitaba: un heterogéneo e intermitente grupo de personas con sus propias costumbres, creencias y bagaje personal. Por allí desfilaban estudiantes, un bibliotecario, un guarda jurado, dos chicas que trabajaban en consumo, Juanma, -con todo lo que implica ese nombre-, el que os escribe… y mucha gente de paso. Casi todos estábamos allí temporalmente y no siempre coincidíamos, así que solo teníamos en cuenta una cosa: “vive y deja vivir”. Con tal panorama no es extraño que la vecindad nos viera como la mencionada familia televisiva.
En cierta ocasión arribó a la casa un extraviado estudiante de peritos. Era un tipo joven, pero tenía ese halo de viejo que acompaña al recién llegado del pueblo. Aún llevando algunos días todavía parecía algo confundido en cuanto a las diversas costumbres y excentricidades de cada uno de aquellos singulares habitantes.
En la -siempre sucia- cocina, existía un cacillo rojo que nunca se fregaba. Era “el-cacillo-del-té”. Un cazo con un deslustrado viso de años que su orgulloso dueño atesoraba como una de sus posesiones más preciada. Defendía la teoría de que manteniéndolo así, el té sabía mejor. Aseguraba que fregarlo sería un crimen, que sería como quitarle la magia, que perdería su solera. El cacharro era omnipresente, lo podías encontrar en cualquier sitio, sobre la hornilla forrada de papel Albal, cerca del fregadero junto a los platos sucios, en la mesa saturada de cosas, incluso, encima del frigorífico, siempre repleto de húmedas hierbas o sometido a algún somero enjuaguete. Pero, una cosa estaba clara, a nadie se le ocurría fregarlo, bien por respeto a la extravagancia de su dueño o simplemente por que a todos nos importaba una mierda que aquel cacharro estuviera o no limpio ya que solo su dueño bebía de él.
Tras una ajetreada mañana, llegué a la casa y me encontré con una escena inhabitual, el dueño del cazo, no tenia la locuacidad de costumbre, parecía taciturno y permanecía en silencio en el salón.
-“¿Que tal?” - pregunté al circunspecto amigo, tratando de romper aquel ambiente de gravedad.
Un gruñido fue su respuesta.
Sin dar importancia a su tosca contestación pasé a la cocina, lindante al salón, para tratar de aviarme algo de comer y me sorprendió, (más bien gratamente), encontrarla concienzudamente limpia.
-“¡Que limpio está esto!”, exclamé, “Has empleado bien la mañana”, le dije en mi segundo intento de acercamiento a mi parco interlocutor.
-“No he sido yo. Ha sido el nuevo”. Me respondió serio, refiriéndose al perito.
Al mirarlo, bien porque yo comenzaba a dar muestras de no entender, bien porque él no podía contener por más tiempo su desazón, me explicó escuetamente que pasaba:
-“Me ha fregao el cacillo”. Dijo abatido el bebedor de té. Y sus ojos brillaron inundados de una inmensa tristeza.
Al parecer, el nuevo inquilino, que no acababa de encajar, quiso agradar al personal dejando la cocina como una patena.
Se marchó pronto.

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Para el que sabe ver todo es transitorio