Nunca imaginé que aceptar el
ofrecimiento de mi compañero de trabajo implicaría tanto movimiento. Si bien ya conocía la consistencia de su carácter, hasta que conviví con él, no supe lo arraigada que tenía esa actitud suya, tan solidamente cimentada sobre la constancia, la tenacidad y el compromiso.
Aunque procuraba disimular el ánimo mortecino en el que me encontraba, parecía que mi incansable y discreto camarada estaba empeñado en que no acabara “metido en el morral” y ya antes de quedar instalado en la habitación que me había ofrecido, me hizo partícipe de todas y cada una de las actividades que emprendió hasta habitar el pisito que elegiría para nuestra común andadura. Su situación por aquella época tampoco era demasiado halagüeña, acababa de separarse y a ratos tenía la cabeza en otra parte, por eso ahora creo que, mantenerse activo e invitarme a acompañarlo en aquella etapa de su vida, fue la mejor manera que encontró para no venirse abajo.
El primer paso que dimos fue la maratoniana búsqueda de una vivienda a través de agencias inmobiliarias, anuncios por palabras y paseos por toda la ciudad explorando los carteles de “se alquila” que pudieran haber colgado en cualquier balcón. Yo me hubiera contentado con arrendar cualquiera de los pisos que vimos en un principio, pero su afán por conseguir algo “bueno, bonito y barato”, casi acaba con el poco espíritu que me quedaba. -Creo que mi paciencia se desvaneció en la cuarta visita a la tercera inmobiliaria-.
Cuando por fin se decidió por que ocupáramos un pequeño ático en una de las avenidas más transitadas de la ciudad, (la elección había de ser suya, yo era un invitado que, aunque ayudaba escuetamente en el pago del alquiler, nunca perdí de vista la transitoriedad de mi estancia), se empeñó en que aquel pisito necesitaba una mano de pintura, así que, después de pedir permiso al dueño, emprendimos un nuevo periplo que nos llevaría a dejar aquel ático como los chorros del oro. Una aventura que pasaría por incontables brochazos, mezclas y pruebas de colores, confección de plantillas y alguna que otra corrección sobre la marcha, sumando, claro está, las innumerables idas y venidas a los almacenes de pintura para elegir colores, buscar el asesoramiento del vendedor o cualquier utensilio que no hubiéramos tenido en cuenta en su momento. Sería la falta de costumbre pero el caso es que, al llegar la noche, llegaba al eventual catre instalado en mi pequeña habitación -abarrotada de trastos-, muerto de cansancio.
Luego vendría colocar el mobiliario. Primero buscamos sitio a los escasos muebles que se amontonaban bajo plásticos en el centro de las estancias -los muebles que desechó su mujer tras desmantelar su casa-. Una tarea que requirió su esfuerzo, ya que había que aprovechar al máximo el reducido espacio del que disponíamos y el amigo, metro en mano, no cesaba de andar de aquí para allá tomando medidas y utilizando cualquier trozo de papel para esbozar como quedaría cada habitación. En muchas ocasiones solo me limitaba a observar y esperar diligentemente para prestarle ayuda: asir el extremo del metro, cambiar algo de sitio, o sujetar la escalera. Nunca terminaba de percatarme totalmente de lo que pasaba por su cabeza, hasta que de cuando en cuando -quizá cuando me veía algo perdido-, se daba un descanso -momento que aprovechaba para fumar-, y me pedía opinión. Salíamos en busca de alguna cosa que se necesitara, para pedir presupuestos en carpinterías o localizar comercios donde más tarde comprar los enseres que echaba en falta.
La casa iba tomando forma y ya podíamos prescindir de bocadillos y preparar alguna comida en la cocinilla que compramos de segunda mano a un tipo que regentaba algo más parecido a una chatarrería que a un comercio. Aunque ya podíamos permitirnos disponer de más tiempo para guisar, sentarnos a la mesa o disfrutar de momentos de descanso más largos, mi colega no cesaba de idear, recomponer, medir, raspar, trasladar,… cuando se le ocurría alguna mejora en la habitabilidad de nuestro -cada vez mas-, primoroso ático. Yo procuraba estar siempre presto a brindar la ayuda que necesitara, lo que me sumía en un estado de perenne disponibilidad que me hacia llegar a la cama rendido.
Pero por fin el esfuerzo, mereció la pena. Cuando terminamos de pintar y colocar cada cosa su sitio y solo quedaba explayarnos en los detalles, llegó el día en el que empezamos a disfrutar de la terraza que previamente habíamos dejado como una patena. Preparamos la cena -con vinito y todo, teníamos que celebrar- y nos sentamos a la mesa -todavía provisional para él-, para relajarnos tras el trabajo. Mientras comíamos me hacía participe de lo que pensaba hacer al día siguiente y aunque se le veía tranquilo, la inercia del día le hacia hablar como si todavía estuviera metido en faena. Pero, llegado el momento, después de llenar la panza con las viandas y el vinillo, me sorprendió que me pidiera permiso para coger uno de mis cigarros -¡fumaba!,…y no lo sabía-. Cogía el pitillo lo mismo que si estuviera pintando, con sumo cuidado, como si no quisiera mancharse los dedos. Fue ahí donde verdaderamente pude verlo relajado. Su conversación era otra, hablaba de lo bien que se encontraba, con el cielo plagado de estrellas sobre nuestras cabezas y la agradable brisa de primavera que soplaba aquella noche. Pude saber entonces por lo que estaba pasando y que le preocupaba.
Mientras duró nuestra convivencia, no hubo día en el que no ideara algo que hacer. Mientras hubiera luz, siempre andaba enfrascado en cualquier cosa e invitándome a participar de todo lo que iniciaba: el arreglo de un enchufe, la medida de ventanas para colgar cortinas, salir en busca de tiestos y plantas, cuadros,… cualquier detalle. Siempre ocupado. Pero al llegar la noche, mientras cenábamos, se permitía su descanso para poder hablar de nuestros proyectos e ilusiones o conocer nuestra filosofía de la vida y tras la cena, le gustaba premiar el esfuerzo diario, fumándose su cigarrito.