EL TEATRICO.
La primera vez que me acerqué al concepto de teatro fue de la mano de mi hermana. Contaría quizá con siete u ocho años, -ella tres más-, cuando casi sin darme cuenta, me vi envuelto en las costumbres lúdicas que compartía con sus amigas.
Les encantaba jugar al teatro. Ensayaban alguna obrita sacada de alguna revista juvenil y se servían de los hermanos menores para que les hiciéramos de público.
Durante un tiempo, estuvimos yendo cada tarde a casa de “la Beni”, la niña más alta y delgada de su pandilla. Íbamos provistos de nuestra merienda, una sillica bajo el brazo y la advertencia de que tuviéramos "cuidaico", con la que nos despedía mi madre. Una vez allí, las muchachas distribuían a la chiquillería en un sucinto patio de butacas, formado por las cuatro o cinco sillas de los que formábamos aquella agradecida clá.
La representación, donde casi siempre salía alguna enjoyada princesa, era breve. Las actrices empleaban la mayor parte del tiempo en atusarse el pelo, retocarse una y otra vez la vestimenta y emperifollarse con las alhajas y los potingues que sacaban de un desgastado neceser. Nosotros, los niños, representábamos nuestro papel esperando resignadamente hasta que nos asaltaba la impaciencia, entonces, gritábamos como posesos aquello de “¡Que empiece ya, que el público se va!”, lo que servía para conseguir que “la Beni”, nos prometiera algún caramelo a cambio de portarnos bien.
Su abuela era la dueña del Carrillo de la Esquina de Belén, -un kiosco estratégicamente colocado a la entrada del barrio, por aquel entonces famoso y hoy desaparecido-, por lo que sabíamos que cuando “la Beni” prometía un caramelo, las probabilidades de irse a casa con un dulce sabor en la boca eran grandes.
Una de esas tardes, un grupito de privilegiados conseguimos ver un espectáculo que superó con creces la función que acababa de tener lugar. Algunas amigas de la pandilla se marcharon pronto con sus hermanos así que, quedamos los justos para que “la Beni” accediera a enseñarnos donde guardaba su abuela el género del Kiosco.
La exclamación que se nos escapó cuando abrió un baúl repleto de toda clase de golosinas, hizo que “la Beni” se violentara:
-Callad, callad,… que nos puede oír mi abuela, -nos apremió en un susurro-.
Nuestra testaruda insistencia de que nos diera algo del baúl fue tan grande que a la pobre no le quedó más remedio que acceder.
Fue la última función que se representó en el corral de “la Beni”. La abuela se entero de la incursión que hicimos esa tarde en su baúl y cerró el teatro.
Imagen: Fotograma de "Los 400 golpes" de François Truffaut.
Durante un tiempo, estuvimos yendo cada tarde a casa de “la Beni”, la niña más alta y delgada de su pandilla. Íbamos provistos de nuestra merienda, una sillica bajo el brazo y la advertencia de que tuviéramos "cuidaico", con la que nos despedía mi madre. Una vez allí, las muchachas distribuían a la chiquillería en un sucinto patio de butacas, formado por las cuatro o cinco sillas de los que formábamos aquella agradecida clá.
La representación, donde casi siempre salía alguna enjoyada princesa, era breve. Las actrices empleaban la mayor parte del tiempo en atusarse el pelo, retocarse una y otra vez la vestimenta y emperifollarse con las alhajas y los potingues que sacaban de un desgastado neceser. Nosotros, los niños, representábamos nuestro papel esperando resignadamente hasta que nos asaltaba la impaciencia, entonces, gritábamos como posesos aquello de “¡Que empiece ya, que el público se va!”, lo que servía para conseguir que “la Beni”, nos prometiera algún caramelo a cambio de portarnos bien.
Su abuela era la dueña del Carrillo de la Esquina de Belén, -un kiosco estratégicamente colocado a la entrada del barrio, por aquel entonces famoso y hoy desaparecido-, por lo que sabíamos que cuando “la Beni” prometía un caramelo, las probabilidades de irse a casa con un dulce sabor en la boca eran grandes.
Una de esas tardes, un grupito de privilegiados conseguimos ver un espectáculo que superó con creces la función que acababa de tener lugar. Algunas amigas de la pandilla se marcharon pronto con sus hermanos así que, quedamos los justos para que “la Beni” accediera a enseñarnos donde guardaba su abuela el género del Kiosco.
La exclamación que se nos escapó cuando abrió un baúl repleto de toda clase de golosinas, hizo que “la Beni” se violentara:
-Callad, callad,… que nos puede oír mi abuela, -nos apremió en un susurro-.
Nuestra testaruda insistencia de que nos diera algo del baúl fue tan grande que a la pobre no le quedó más remedio que acceder.
Fue la última función que se representó en el corral de “la Beni”. La abuela se entero de la incursión que hicimos esa tarde en su baúl y cerró el teatro.
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