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domingo, 5 de noviembre de 2006

MEDIO HUEVO.

Como la inmensa mayoría de los niños nacidos, criados y educados bajo el yugo de las costumbres y creencias del pueblo, sufrí de pequeño el acoso constante de mi madre para que comiera.
Nuestras madres nos atiborraban sujetas a la creencia de que un niño que comía era un niño sano, así que cuando estabas inapetente, se pasaban el tiempo esgrimiendo referencias constantes a la penuria que pasaron en la guerra o lo que ese día había merendado el tragaldabas de tu amigo.
- ¡Medio pan con aceite y tomate!, -decía mi madre sin salir de su asombro-, lo que hacía que tu medio bollo con “Tulicrém” pareciera, como poco, un pecado.
Mi madre ponía un celo rayano a la obsesión para conseguir que comiera lo que ella consideraba que tenía que comer y en la cantidad que estimaba conveniente, por lo que constantemente andaba ofreciéndome comida, -que obviamente siempre rechazaba-, o recordándome lo que íbamos a comer para que me “aplicara al cuento”.
Siempre que en la merienda estabas “desganado” y en la cena aún dabas muestras de no querer comer, mi madre me ofrecía un huevo pasado por agua. Nunca me gustó, pero si accedía a comerlo era porque, ritualmente, me lo daba ella misma acompañándolo de una insulsa historia sin aparente moraleja, que a esa edad me encantaba oír.
Era la historia de “mediogüevo”:
Érase una vez una señora que llegó a un humilde barrio de un recóndito pueblecito debido a que su marido, un hombre ejemplar -¡y con trabajo!-, acaba de ser destinado allí. Era un matrimonio bien avenido y discreto que afrontaron el cambio con ilusión y desde el principio se esforzaron en integrarse en el vecindario cuanto antes.
Mientras el marido iba al trabajo, la señora se dedicaba a las labores de la casa. Al llevar poco tiempo allí, procuraba ser amable con todo el mundo. Cuando barría y regaba su puerta, -algo natural por estos lares-, saludaba cortésmente a cualquier bicho viviente que pasara por allí. Cuando salía a los recados iba repartiendo “buenos días” por doquier y en el mercado, dilataba las paradas en los puestos para darse a conocer.
Un buen día le ocurrió algo que le desconcertó. Andaba enfrascada limpiando los cristales de su ventana y no se percató de que por la acera de enfrente pasaba una de sus vecinas, una octogenaria pizpireta de ojos juntos y sonrisa fácil que desde la distancia le llamó la atención:
-Adiós “mediogüevo” –dijo en tono jocoso.
Como la mujer no se daba por aludida, la vecina volvió a proferir el misterioso saludo:
-Adiós “mediogüevo”.
La mujer esbozó una media sonrisa sin comprender por que aquella anciana se dirigía a ella de esa manera. No recordaba haber ofendido a nadie para que le dedicara aquello que a ella le parecía un insulto.
Cuando en la cena le comentó el incidente a su marido, éste le restó importancia sugiriendo que podía tratarse de algún error.
Al día siguiente, cuando regresaba del mercado, la mujer se cruzó con la anciana que volvió a repetir el extraño agasajo:
-Adiós “mediogüevo”.
No se lo podía creer, estaba claro que no se trataba de ninguna equivocación, aquella vieja tenia claro a quien se dirigía.
La mujer otra vez se lo comentó a su marido y de nuevo éste restó importancia apelando a su edad.
Pasaron los días y uno tras otro, se volvía a repetir el incidente. La mujer, cada vez más afectada, se lamentaba ante su marido cada noche pidiéndole entre sollozos que hiciera algo para arreglar aquella amarga situación. Viendo a su mujer tan afligida, le prometió que arreglaría el asunto hablando con aquella fastidiosa vecina.
Decidido, una mañana retrasó su marcha al trabajo para visitar a la vieja. Cuando ésta abrió respondiendo a los contundentes golpes que sonaban en la puerta de su casa, se encontró al vecino que airado buscaba una respuesta:
- Oiga usted, ¿Se puede saber por qué se dirige a mi mujer, llamándola “mediogüevo”?
Entre risas la octogenaria le contestó:
- ¡Anda este!,.. ¡Pues porque se llama Clara!

Ha llovido mucho desde que no he vuelto a escuchar esta simplona historia de boca de mi madre, los mismos que desde que no como huevos pasados por agua. Ahora, no solo no como huevos sino que, desde hace un par de años, he adoptado una alimentación vegana, cosa a la que mi madre se ha adaptado perfectamente. Ya no me ofrece comida sino que constantemente anda recordándome aquello que comía antes.

Imagen: Madre e hijo (saltimbanquis) de Picasso. París, 1905 Óleo en lienzo, 90 x71.

1 comentario:

Anónimo dijo...

te permites el lujo de ser revelde...

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Para el que sabe ver todo es transitorio