EL ATROPELLO.
Para poder dar abasto a todo lo que se debía hacer, nos organizábamos de manera que los niños, participaran por turnos y en la medida de sus posibilidades en las tareas de la casa, lo que en numerosas ocasiones provocaba la insurrección de los más rezongones. Cada uno de ellos era un mundo, la estrecha convivencia que manteníamos daba oportunidad a indagar en su personalidad y no pasaría mucho tiempo cuando ya sabíamos “de que pie cojeaba” cada uno. Los días pasaban acumulando cansancio y vivencias nuevas, sobre todo con la pequeña que requería casi toda nuestra atención.
Lola era la mediana de las tres hermanas, una niña que a sus trece años se debatía entre el deleite de saberse integrante de aquella ficticia familia y la desdicha que le suponía haber nacido en un hogar donde nadie se ocupó nunca de ella. Poseía un implacable sentido de la justicia lo que le hacia comportarse como el ser mas irracional del mundo o tener los gestos mas tiernos y altruistas que jamás halla visto en una niña de su edad, todo ello para una misma cosa, demandar cariño. Era fácil que entre ella y la pequeña, en aquel año, se me despertara un extraño sentido de la paternidad.
Siempre mantuve buena relación con Lola, hasta que la sucesión de un par de incidentes me apartaron de ella irremediablemente. El primer desencuentro vino raíz de mi intervención en una disputa que ella mantenía con otro niño de la casa. Cuando llegué a la escena de la trifulca, Lola mantenía una actitud amenazante con el otro niño. No atendía a razones y mi presencia solo sirvió para avivar su violencia. Sin llegar a conocer en profundidad los motivos que la habían llevado a esa situación y con la cabeza totalmente embotada por el estrés -ese estado de angustia que constriñe el alma y precipita tus actos-, resolví la situación de la peor y más pronta de las maneras, le pegué. Desde entonces, la niña se mostraba distante y esquiva y entre que me evitaba sin dar oportunidad a mantener un mínimo dialogo y la dinámica de la casa que no ayudaba a encontrar el momento necesario para hacerlo, iban pasando los días. El final de curso académico se acercaba -el plazo que me había marcado para marcharme de la casa-, y por más que lo intentaba, no conseguía recobrar su confianza.
Ya habían pasado casi dos semanas y las cosas se calmaron lo suficiente como para conseguir que la niña accediera a acompañarme junto con otros compañeros al centro comercial de la comarca para realizar una compra semanal -era lo más parecido a una excursión que podíamos ofrecerles-. Hubiera sido el marco ideal para acercarme del todo a ella pero -lo que es la vida-, ese viaje sirvió para perder su confianza definitivamente ya que mientras conducía hacia el hipermercado, ocurriría un inesperado suceso que trascendería en mi relación con la niña. Sería el segundo y definitivo desencuentro que tuve con ella.
La carretera estaba muy transitada y aunque dentro del habitáculo del coche había un ambiente distendido, iba atento a la conducción. Con las lunas de las ventanillas del vehículo bajadas, los coches que venían en sentido contrario dejaban al cruzarse su estela de viento y ruido,... al salir de una curva, sin que nadie pudiera esperarlo, un perrito que trotaba asustado en el arcén, miraba de un lado a otro sin saber donde estaba, de pronto, viró bruscamente y aterrado se paró en medio de la calzada, en nuestro carril, a una decena de metros,... Solo tuve un instante para variar levemente la trayectoria del coche, pero viendo que el atropello era inevitable, sujeté con fuerza el volante -gesto con el que sin duda se quedó Lola-, para evitar un accidente.
- ¡El perrillooo!,… ¡Que lo pillaaas!... -gritó Lola al tiempo que sobrevenía el atropello-.
Por un momento pensé que siendo tan pequeño pasaría por debajo del vehículo sin sufrir daño, pero por el retrovisor pude ver como aquel desdichado chucho rodaba sobre la calzada con los cuartos extendidos, señal inequívoca de que había muerto descoyuntado.
- ¡¡Lo has pillaooo,…!! -exclamó sin dar crédito a lo que acababa de ocurrir-… ¡¡lo has mataoo, lo has mataoo!! -gritaba mientras miraba horrorizada hacia atrás a través de la luna trasera del coche-.
De nada sirvió tratar de hacerle entender que hubiese antepuesto la seguridad de los que viajábamos a la vida de aquel incauto perro, de que no pude hacer más de lo que hice.
El curso acabó, teniéndome que marchar y la despedida de Lola no tuvo la calidez que hubiese deseado. Aquel año no solo atropellé a aquel perrito.