COMUNICANDO.
cómo renuncias –sabio–,
cómo –frívolo– brillas de puro fugitivo,
cómo acabas en nada
y me enseñas, es claro, a quedarme tranquilo.
“Cuéntame cómo vives (cómo vas muriendo)”
de Gabriel Celaya. 1947. -Extracto-.
Bromas aparte, el caso es que esta situación no solo ocurre cuando utilizas tan estupendo invento, a veces por muy presente que tengas a alguien, la comunicación no consigue materializarse. Quizá, este hecho no sería demasiado relevante si lo que quieres es encargar comida a domicilio al restaurante de moda o si cumples con el vecino que nunca responde a tus saludos, pero la cosa cambia cuando nos planteamos la comunicación como una necesidad de expresar alguna idea, una emoción, un sentimiento,... -cualquier cosa que anide en nuestros fueros más íntimos-, y no hay nadie atento para considerar lo que queremos mostrar.
Como lo más cercano que tenemos es nuestra propia existencia (con su forma de interpretar las cosas y su manera de valorarlas), es fácil ver como en ocasiones, lo único que somos capaces de ofrecer son las tercas conclusiones que nacen del continuo, mísero y caprichoso debate que mantenemos con nosotros mismos. Así que, cuando el aire se llena de atropelladas palabras, -que tienen que ver más con el ruido que con mantener una conversación-, mi misantrópica tendencia se acentúa. Ya no tanto por no gozar de la oportunidad de ser lo que soy o manifestar como siento y entiendo las cosas, sino porque todavía me cuesta la misma vida, coexistir con la presión externa -que lacónica y frenéticamente me obliga a ofrecer solo lo que se espera de mí-, sin llegar a sentirme vilipendiado.
Vuelvo a recluirme en el silencio, ese silencio que no solo es ausencia de sonido, ese sano silencio que limpia e higieniza la mente de cualquier ruido y me permite escuchar lo que soy.