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sábado, 5 de abril de 2008

LA LLUVIA. (Intro).

Dicen los viejos -esperanzados ante la posibilidad de que abril haga honor al refranero-, que como no llueva “como tiene que llover”, este verano “vamos a rabiar” y ahora que oigo que van a caer “cuatro gotas” me viene a la memoria alguno de los avatares que tuvieron lugar en aquellos días despreocupados de juegos interminables y dulces meriendas.
Por aquel entonces, la primavera explotaba ante mis ojos gracias -sobre todo-, a las incursiones que realizaba a hurtadillas en el solitario jardín del extremo de mi calle. Toda una proeza, teniendo en cuenta el ingente y fastidioso celo que esgrimían las viejas del lugar, para mantener incólumes los lacónicos vergeles que adornaban el barrio. Antes de que pudieras decir “esta boca es mía”, te podía caer encima la mayor afrenta que podía aguantar tu tierno pundonor: una vergonzosa reprimenda pública, o peor aun, el severo rapapolvo que de manera privada te administraba tu madre (de esos que empezaban: “¡Que no me tengan que decir que…!”). Pero bueno,… al grano.
Era difícil permanecer indiferente ante el delicado despliegue de olores y colores que ofrecía la primavera. Las plantas y los insectos invitaban a participar de un inmenso universo en miniatura, donde mi tamaño me hacía tener una posición privilegiada. Me gustaba entrar en el jardín para perderme en la contemplación de la extraordinaria gama de verdes de las hojas y los brotes o los múltiples tonos de las begonias, los alhelíes y los pensamientos, -amén de algún jaramago invasor, o alguna marginada amapola-. Cualquier insecto llamaba mi atención. Perseguía a las avispas y saltamontes, entorpecía el pesaroso caminar de los escarabajos y excavaba para descifrar el laberíntico refugio de las hormigas. Tal era mi interés entomológico que muchos de aquellos bichos acababan en casa para un examen -léase hostigación-, más pormenorizado. (Continúa en...).

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Para el que sabe ver todo es transitorio