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miércoles, 30 de abril de 2008

COMUNICANDO.

Cuéntame cómo mueres,
cómo renuncias –sabio–,
cómo –frívolo– brillas de puro fugitivo,
cómo acabas en nada
y me enseñas, es claro, a quedarme tranquilo.

Cuéntame cómo vives (cómo vas muriendo)
de Gabriel Celaya. 1947. -Extracto-.

No siempre cuando usamos el teléfono conseguimos comunicarnos con nuestro interlocutor. Hay ocasiones en las que solo encuentras el inconfundible “tútútú-tútútú” que evidencia que el aparato de la persona a la que llamas, está ocupado. Es entonces cuando yo, -ya puestos-, aprovecho para preguntar quien es “el ser más maravilloso del mundo”… :P.
Bromas aparte, el caso es que esta situación no solo ocurre cuando utilizas tan estupendo invento, a veces por muy presente que tengas a alguien, la comunicación no consigue materializarse. Quizá, este hecho no sería demasiado relevante si lo que quieres es encargar comida a domicilio al restaurante de moda o si cumples con el vecino que nunca responde a tus saludos, pero la cosa cambia cuando nos planteamos la comunicación como una necesidad de expresar alguna idea, una emoción, un sentimiento,... -cualquier cosa que anide en nuestros fueros más íntimos-, y no hay nadie atento para considerar lo que queremos mostrar.
Como lo más cercano que tenemos es nuestra propia existencia (con su forma de interpretar las cosas y su manera de valorarlas), es fácil ver como en ocasiones, lo único que somos capaces de ofrecer son las tercas conclusiones que nacen del continuo, mísero y caprichoso debate que mantenemos con nosotros mismos. Así que, cuando el aire se llena de atropelladas palabras, -que tienen que ver más con el ruido que con mantener una conversación-, mi misantrópica tendencia se acentúa. Ya no tanto por no gozar de la oportunidad de ser lo que soy o manifestar como siento y entiendo las cosas, sino porque todavía me cuesta la misma vida, coexistir con la presión externa -que lacónica y frenéticamente me obliga a ofrecer solo lo que se espera de mí-, sin llegar a sentirme vilipendiado.
Vuelvo a recluirme en el silencio, ese silencio que no solo es ausencia de sonido, ese sano silencio que limpia e higieniza la mente de cualquier ruido y me permite escuchar lo que soy.

Imagen: "La juventud de Baco" de William-Adolphe Bouguereau, 1884.

3 comentarios:

Isabel dijo...

Te leo y me siento como si me estuviera describiendo en muchas ocasiones;cuando la vida de los demás,el ruido,el mundo me parecen tan ajenos que sólo hallo en un lugar la paz,el sosiego y el equilibrio.
Ese lugar,tan fácil o difícl de encontrar, se llama "yo".Me encantó tu sano silencio.:-)
Un abrazo.

Anónimo dijo...

El silencio...No sabes cómo lo necesito, y lo curativo que resulta...
He venido de visita y me gusta tu espacio, así que volveré por aquí.
Un saludo

Manolo Merino dijo...

Isabel,
Cuanto menos recobrar la serenidad, cuando no pueda mantenerse.
Gracias una vez más por estar ahí.

Brujaroja,
Muchas gracias, bienvenida.

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Para el que sabe ver todo es transitorio