TENER PRESENTE.
El jueves pasado mi compañera, la trabajadora social de uno de los pueblecitos donde trabajo, -“la tita Ché” para los más cercanos-, me invitó a acompañarla a casa de Melchor, un hombre mayor al que tenia que visitar para darle noticias, entre otras cosas, sobre la situación de su solicitud para percibir la ayuda que el gobierno autonómico concede a excombatientes de la guerra civil.
- “¿Me acompañas a ver a Melchor?,… Tiene boina como tú”.
Tan simpático argumento me convenció.
Cuando llamamos a la casa, nos recibió una dulcísima chica boliviana encargada del cuidado del anciano. Al preguntar por él, nos invitó a pasar a un cuartito de la planta baja de la vivienda. Traspasando su angosta puerta, descubrimos como la habitación donde hacia vida el abuelo, había sido habilitada conforme a su situación: se había instalado una cama para evitarle subir a la planta de arriba. Aun no habiendo demasiados muebles, -la cama, mueble-bar, sofá, mesa-camilla y una silla-, estos saturaban considerablemente el espacio, aunque esto, precisamente daba gran calidez a aquella estancia, lo que se agradecía, viniendo del frío de la calle.
Educadamente el anciano nos recibió de pie y nos pidió que nos sentáramos en el sofá mientras el volvía a ocupar la silla donde estaba sentado. Se veía un hombre delgado desde siempre, más bien alto. Se movía con la serenidad que da la ancianidad y, efectivamente, estaba tocado con una boina que se había colocado de una forma muy sui géneris, de tal manera que parecía más un bonete de obispo que una boina, lo que le daba un aspecto cómico pero respetable.
Supimos que no se encontraba bien, la noche anterior apenas había dormido debido a un cólico que le obligaba continuamente a salir de la cama para ir al cuarto de baño.
- “A lo mejor sirve para pagar el entierro”, comenta irónicamente ante la tardanza de la ayuda. Su queja propició que la conversación se encaminara a sus vivencias en la guerra.
Nos hizo saber las penurias que había pasado en el frente del Ebro, (“…como los de intendencia no podían pasar hasta nuestro puesto, no teníamos de nada,… y cuando pasaban algún “listo” trapicheaba con lo que se recibía, así que lo de comer era un lujo,…”), que había estado refugiado en Francia, (“…no como preso, sino como refugiado,... el gobierno republicano pagaba al francés X francos por tenernos allí.”), y que más tarde vivió en sus carnes la infamia de la derrota, trabajando como prisionero por Aragón, (“…en Teruel la gente se moría frió,… trabajábamos arrancando piedra en un tajo muy hondo y cuando alguien caía, siempre te quedaba la duda de si se había caído o se había tirado,…”). Así, nos contó la historia de un camarada del pueblo vecino de carácter rebelde que se resistía a adaptarse a aquel infierno.
“Había un muchacho de ahí del pueblo de al lado, muy bajito, (nos hace ver cuanto con su mano), que siempre estaba pensando en la comida,… ¡Que nervioso era, chiquillo!... Allí cuando te salías un poco fuera del plato, te cargaban un saco de piedras en la espalda y tenias que llevarlo hasta que te dijeran que podías quitártelo, pues bien,… este hombre, ¡siempre estaba con el saco en la espalda!. Como trabajamos en zona montañosa, cerca de las vías, a veces pasaban trenes cargados hasta los topes de remolacha o cualquier otra hortaliza, de modo que cuando pasaban a nuestra altura, lo hacían tan despacio que podías echar mano a algo para comer,… bueno, pues a éste, como siempre estaba hambreando, le daba igual el saco de piedras o cualquier otro castigo,… él solo pensaba en comer. Subía a los vagones y se volvía loco echando la carga del tren al suelo para que los compañeros pudiéramos comer. Lo pasó muy mal durante el tiempo que estuvimos allí y es que claro, había que “tener idea” para sobrevivir a aquello y algunos les podía el sufrimiento”.
Por más que Melchor hablaba y hablaba de aquella época, estábamos encantadísimos de escucharlo y tuvimos que hacer un gran esfuerzo para volver al trabajo. Cuando comenzaba a relatarnos la animadversión generalizada que se le tenía a uno de los mandos que los retenían, preguntándose donde lo trasladarían ya que cuando acabó todo aquello no se supo más de él, dejando tras de sí una terrible sed de venganza, tuvimos que excusamos lo más amablemente que pudimos para atender nuestras obligaciones.
A día de hoy, aún tengo presente la conversación mantenida ese día con Melchor. Vienen a mi mente los sucesos que nos describió, como escenas de una película donde el anciano es uno de los protagonistas.
- “¿Me acompañas a ver a Melchor?,… Tiene boina como tú”.
Tan simpático argumento me convenció.
Cuando llamamos a la casa, nos recibió una dulcísima chica boliviana encargada del cuidado del anciano. Al preguntar por él, nos invitó a pasar a un cuartito de la planta baja de la vivienda. Traspasando su angosta puerta, descubrimos como la habitación donde hacia vida el abuelo, había sido habilitada conforme a su situación: se había instalado una cama para evitarle subir a la planta de arriba. Aun no habiendo demasiados muebles, -la cama, mueble-bar, sofá, mesa-camilla y una silla-, estos saturaban considerablemente el espacio, aunque esto, precisamente daba gran calidez a aquella estancia, lo que se agradecía, viniendo del frío de la calle.
Educadamente el anciano nos recibió de pie y nos pidió que nos sentáramos en el sofá mientras el volvía a ocupar la silla donde estaba sentado. Se veía un hombre delgado desde siempre, más bien alto. Se movía con la serenidad que da la ancianidad y, efectivamente, estaba tocado con una boina que se había colocado de una forma muy sui géneris, de tal manera que parecía más un bonete de obispo que una boina, lo que le daba un aspecto cómico pero respetable.
Supimos que no se encontraba bien, la noche anterior apenas había dormido debido a un cólico que le obligaba continuamente a salir de la cama para ir al cuarto de baño.
- “A lo mejor sirve para pagar el entierro”, comenta irónicamente ante la tardanza de la ayuda. Su queja propició que la conversación se encaminara a sus vivencias en la guerra.
Nos hizo saber las penurias que había pasado en el frente del Ebro, (“…como los de intendencia no podían pasar hasta nuestro puesto, no teníamos de nada,… y cuando pasaban algún “listo” trapicheaba con lo que se recibía, así que lo de comer era un lujo,…”), que había estado refugiado en Francia, (“…no como preso, sino como refugiado,... el gobierno republicano pagaba al francés X francos por tenernos allí.”), y que más tarde vivió en sus carnes la infamia de la derrota, trabajando como prisionero por Aragón, (“…en Teruel la gente se moría frió,… trabajábamos arrancando piedra en un tajo muy hondo y cuando alguien caía, siempre te quedaba la duda de si se había caído o se había tirado,…”). Así, nos contó la historia de un camarada del pueblo vecino de carácter rebelde que se resistía a adaptarse a aquel infierno.
“Había un muchacho de ahí del pueblo de al lado, muy bajito, (nos hace ver cuanto con su mano), que siempre estaba pensando en la comida,… ¡Que nervioso era, chiquillo!... Allí cuando te salías un poco fuera del plato, te cargaban un saco de piedras en la espalda y tenias que llevarlo hasta que te dijeran que podías quitártelo, pues bien,… este hombre, ¡siempre estaba con el saco en la espalda!. Como trabajamos en zona montañosa, cerca de las vías, a veces pasaban trenes cargados hasta los topes de remolacha o cualquier otra hortaliza, de modo que cuando pasaban a nuestra altura, lo hacían tan despacio que podías echar mano a algo para comer,… bueno, pues a éste, como siempre estaba hambreando, le daba igual el saco de piedras o cualquier otro castigo,… él solo pensaba en comer. Subía a los vagones y se volvía loco echando la carga del tren al suelo para que los compañeros pudiéramos comer. Lo pasó muy mal durante el tiempo que estuvimos allí y es que claro, había que “tener idea” para sobrevivir a aquello y algunos les podía el sufrimiento”.
Por más que Melchor hablaba y hablaba de aquella época, estábamos encantadísimos de escucharlo y tuvimos que hacer un gran esfuerzo para volver al trabajo. Cuando comenzaba a relatarnos la animadversión generalizada que se le tenía a uno de los mandos que los retenían, preguntándose donde lo trasladarían ya que cuando acabó todo aquello no se supo más de él, dejando tras de sí una terrible sed de venganza, tuvimos que excusamos lo más amablemente que pudimos para atender nuestras obligaciones.
A día de hoy, aún tengo presente la conversación mantenida ese día con Melchor. Vienen a mi mente los sucesos que nos describió, como escenas de una película donde el anciano es uno de los protagonistas.
2 comentarios:
Disfruto escuchándoles.
Encierran tanta sabiduría y tanta experiencia...
Un abrazo!
Cierto, son parte de nuestra memoria.
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