________________________________________________
________________________________________________

martes, 6 de febrero de 2007

EL MUNDO POR MONTERA.

Durante la celebración de las fiestas de la ciudad vecina a mi pueblo, la oferta de espectáculos taurinos convoca a muchos parroquianos de las poblaciones colindantes que deseosos de contemplar un poco del arte de Cúchares, responden entusiasmados a la colorida y rimbombante cartelería desplegada por los bares y comercios de la comarca.
No recuerdo muy bien que fue lo que me llevó a la única corrida de toros que he visto en mi vida. La curiosidad supongo, -como siempre-, aunque también tuvo que ver el haberme dejado llevar por el ambiente festivo que reinaba en la taberna donde surgió la idea y el sopor en el que me encontraba debido al vinillo con el que nos estábamos convidando. Entregado por completo a “la exaltación de la amistad”, quise sumarme a una pequeña expedición de aficionados a la tauromaquia que entre copa y copa, celebraba las faenas más notables del elenco de espadas del cartel del día de autos.
Después de solucionar el sencillo tramite de conseguir las -para nada baratas- entradas, allí estaba, expectante a lo que ocurriera en aquel coso abarrotado de un excéntrico público ataviado con sombreros de paja y gafas de sol que desplegaba divertido todo un arsenal de bocadillos, taperwares, botas de vino y cigarros -a cual mas grande-, para entregarse al espectáculo de sol y sangre que vendría a continuación. Me hubiese gustado poder leer el artículo que hubiera podido escribir Joaquín Vidal, aquel crítico taurino que otrora tanto me divertía en El País con sus crónicas, de haber presenciado tamaño despropósito.
La corrida comenzó recibiendo a las cuadrillas entre aplausos y comentarios distendidos sobre que diestro era el más tal o cual cosa y donde habían lidiado cada uno antes de esa tarde. Para cuando acabó el paseíllo, el olor a chorizo de Cantimpalo ya inundaba todo el tendido.
Sonaron clarines mientras los subalternos se colocaban estratégicamente por la arena refugiados en los burladeros. El diestro permanecía apartado. La expectación era total.
Se abrió la puerta de toriles y salió el primero de la tarde, un magnifico animal de color negro y media tonelada de peso, que entró en el coso más bien con pinta de estar huyendo de algo que de querer participar en la fiesta. Fijó su mirada en el subalterno que le esperaba y embistió. Fue engañado de un capotazo y desconcertado continuó su camino hasta que divisó un segundo peón que hizo lo propio. El toro miró entonces a su alrededor como si buscara la salida de aquel recinto hasta que se le cruzó un tercer individuo que con una filigrana le dejó confundido en medio de la plaza. Sin duda estaba siendo toreado. Entró en escena el “maestro” que veroniqueó al bovino mientras alrededor de la plaza procesionaba amenazante un ciego caballo ataviado con un peto hasta los tobillos que iba cabalgado por un torero con distinto sombrero portador de una larga pica. Cuando el diestro dejó al astado delante del caballo mediante una revolera, intuí que la parte incruenta del espectáculo había acabado.
Se inició entonces un rosario de ancestrales técnicas de humillación que terminaron solo cuando murió el toro. Aquel grupo de hombres orquestado por su enjuto maestro no escatimaron esfuerzos en marear, pinchar, golpear (en el hocico) y estoquear a aquel animal y a cada demostración de su oficio la gente, deseosa de aplaudir, jaleaba cualquier gesto que el torero tuviera por poco ortodoxo que éste fuera. Aquel respetable (aunque a medida que avanzaba la tarde cada vez me lo pareciera menos), celebraba desde la pérdida de una manoletina en el primer revolcón que sufrió el diestro hasta el buche de agua que éste escupía para librarse del polvo de su garganta levantado en aquel baile de muerte.
El primer toro -de los seis que morirían esa tarde-, sucumbió a aquella atroz espiral de tortura, después de recibir una estocada a volapié tan baja que de entre el público se oyó la voz de un veterano aficionado murmurar: ¡Clávasela en el ombligo!”. El animal murió certificando el sinsentido de la violencia allí demostrada. Un macabro sortilegio que convirtió aquel majestuoso animal en un amasijo de sangre y carne inerte.
El espectáculo continuó sucediéndose en las carnes de los siguientes animales demasiadas barbaridades que atentaban a la cordura y aunque yo conocía poco aquel percal, mi sentido común me advertía de los desatinos que iban cometiendo las cuadrillas protagonistas, más pendientes de agradar al encendido público que de evitar sufrimiento innecesario a los aturdidos contendientes del otro bando. El sector más fanático se manifestaba insolentemente de parte de los toreros pareciendo estar ciegos ante las mediocres dotes de matarifes que sus idolatrados diestros estaban demostrando en aquel desigual duelo escaso en arte y sobrado en malas artes.
Con la misma sensación que pudiera tener un cordero en una guarida de lobos, me resigné a ser testigo de la humillación y muerte de aquellos desdichados animales, a los que no solo se les torturó sino que además fueron ultrajados después de muertos ya que para agradar al respetable, se repartieron las orejas -alguna acabó en las manos de algún aterrado niño-, rabos y… ¡una pata!, gesto que tuvieron que explicarme reiteradamente que sí, que era correcto concederla como trofeo. No podía creer que aquello estuviera ocurriendo. Alguno de los toros fue arrastrado aún con vida.
Un espanto.
Nos retiramos de aquel circo entre justificaciones de la “mala tarde de los diestros”. Se argumentaba que actuaban en una plaza de poca categoría y su entrega no era tanta como si torearan en plazas de mayor postín o que los toros de aquella ganadería eran demasiado mansos, pero nadie hizo comentario alguno sobre el sufrimiento de los animales.
Cuando me preguntaron como lo había pasado con la peña contesté que bien, exceptuado el rato de la corrida.
La ignorancia implica sufrimiento pero la combinación entre innecesarias tradiciones y la ineptitud de quienes las practican -por activa o por pasiva-, puede llegar a ser verdaderamente aterradora.

5 comentarios:

santiajh dijo...

Salud.

Buen artículo, un buen descubrimiento tu blog.


cioa ciao

Acid Jazz Hispano

J. G. dijo...

Yo también lo acabo de descubri.

Aunque soy antitaurino.

Saludos.

almena dijo...

mmm no soy muy aficionada, no sabría comentar tu artículo.

:)

Te dejo un abrazo y mis deseos de que pases un domingo feliz.

Anónimo dijo...

Muy bien, éso pasó una tarde de fiesta, con mucho público. Los toreros cobrarían sus honorarios, el público se lo pasó en grande entre vivas y chistes de expontaneos contados a viva voz y la fiesta de España sigue siendo grande

Ana Padilla dijo...

Me parece increíble que aún se mantenga en nuestro país esta forma de tortura disfrazada de "cultura" y, por supuesto, en nombre de la tradición. ¡Cómo si las tradiciones pudieran justificar ciertas sinrazones! O a caso, y por desgracia, sí.

____________________________________________

Para el que sabe ver todo es transitorio