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miércoles, 18 de marzo de 2009

DESUELLO.

La segunda etapa de mi Educación General Básica, estuvo marcada por mi amistad con Pedro. Aunque en clase nos sentábamos por separado, cada día nos esperábamos para compartir el trayecto de ida y vuelta al colegio. Nos pirrábamos por hacer el camino pateando todas las piedras que nos salían al paso o pintando en los zócalos de cemento, los dibujos más obscenos que sabíamos pintar a esa edad, con las tizas que birlábamos en los cambios de clase. Las tardes y fines de semana, recorríamos las calles con su desvencijada bicicleta, -él pedaleando y yo, sentado de media anqueta en la barra-, maquinando que hacer con nuestro tiempo libre.
Pedro, entrando en carnes él y siempre con una sonrisa en los labios, vivía en los aledaños del barrio, en una casa que marcaba el inicio del camino de “El Cerro”, un carril de tierra -hoy asfaltado-, que otrora utilizaran los romeros para ir al Santuario de la Virgen de la Cabeza. De planta baja, tenía un pequeño porche desde donde podía contemplarse toda la extensión de la huerta que trabajaba su padre -y para lo que tantas veces sería requerido mi amigo-. Le encantaba contar como propia la situación que narraba un chiste donde un padre y un hijo labran juntos la tierra con una mula, cuando en plena labor se oye un sonoro pedo, el padre pregunta al hijo que quién había sido, si él o la mula, cuando el hijo reconoce avergonzado su falta, el padre responde con sorna: “ya me parecía muy grande para la mula”… Nos moríamos de la risa.
Cierta vez, fui a buscarlo a casa. Cuando pregunté por él, su madre me dijo que lo encontraría en la casita que tenían al otro lado de la huerta -y que utilizaban como almacén de los aperos del campo-, explicándome que le había encargado ayudar a su hermano a matar y desollar el conejo que mas tarde emplearía en alguno de sus guisos. Yo sabía que cuando su hermano mayor andaba cerca, tenía muchas papeletas de acabar como victima de sus chanzas, pero la curiosidad por ver lo que hacían me resultó tremendamente atractiva, además, la invitación de la madre para que fuera a acompañarlos, fue determinante para ir a ver.
Conforme hacía el trecho del camino de “El Cerro” que transcurría paralelo a la huerta y que me llevaría hasta ellos, recordaba las veces que salí escaldado estando los dos juntos. Se les podía ver a lo lejos trajinando de aquí para allá junto a la higuera cercana a la alberca. Cuando llegué a su altura descubrí a mi amigo sujetando sonriente a un despreocupado conejo por los cuartos traseros, mientras su hermano ataba un trozo de cuerda de pita en una de las ramas de la higuera. Una vez atada la cuerda, apartó a su hermano con un persuasorio “¡deja!” y se hizo cargo del gazapo. Sin protocolo alguno y en un santiamén, acabó con la vida de aquel bicho con un par de pescozones y lo dejó colgando de una pata en la higuera.
- ¿Ya está muerto? -pregunté por lo bajini a mi amigo-
- Ya. -sonrió Pedro-.
Mientras el hermano daba estratégicos cortes en el cuerpo suspendido del animal, me invitaba a acercarme para que no perdiera detalle. Cuando estuve cerca, sin ninguna explicación, tiró de la piel del conejo hacia abajo apartando la cara con un gesto de grima. El aire alrededor se enrareció tanto que me sobrevino una arcada. Mi amigo, que disimuladamente se había apartado con la mano en la nariz, convirtió su sonrisa en una sonora risotada, a la que no tardó en unirse su hermano.
- ¿¡Qué t’ha pasaooo!? -reían jocosos-
El hedor que desprendió el animal al ser desollado, me resultó tan repugnante que acabé vomitando en el arriate de la parra sembrada junto a la puerta de la casita. A cada arcada que daba, la mofa de los hermanos crecía y crecía, casi acabando en el suelo revolcados de la risa.
Los dejé riendo a mandíbula batiente mientras gritaban divertidos mi nombre y salí de allí mareado, sintiendo más que la burla, no haber tenido la mano de mi madre en mi frente como cada vez que vomitaba. Cuando llegué a casa, no pude ocultar mi desazón y le dije que había vomitado.
- Si es que no paras… -dijo, seguramente pensando que venía de corretear las calles con Pedro-... anda, siéntate ahí y no te muevas. -me recomendó con un tono entre la severidad y la dulzura-.
Luego me ofreció una infusión de manzanilla.

Imagen: "Conejo desollado" de Antonio López. 1972.

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Para el que sabe ver todo es transitorio