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martes, 23 de enero de 2007

CONDUCTA MARGINAL.

Después de participar en un campamento de verano con parte de los niños acogidos en los Centros que la Diputación tenía repartidos por la provincia, mi futuro laboral era incierto. Terminó mi contrato y no tenía muy claro si volvería a firmar otro. Decidí entonces montar mi “cuartel general” en la capital con el firme propósito de acabar la carrera que ya parecía dilatarse en demasía. Acababa de matricularme de unas cuantas de las asignaturas que me quedaban cuando recibí un telegrama para incorporarme a un Centro de una ciudad distinta. Allí conocí al protagonista de esta historia que aquí llamaremos Daniel.
Cuando me presentaron a los niños de la casa, casi todos se mostraron entusiasmados por conocer al nuevo educador. Los había que no podían esperar la presentación del director y querían ser los primeros en saludar, susurrándome un cariñoso “hola” desde la silla que ocupaban en el comedor donde se hizo la recepción, otros esgrimían una gran sonrisa de bienvenida y los mas pequeños vivían el acontecimiento mirándome con los ojos muy abiertos. De entre ellos destacaba un chico de unos trece o catorce años, de tez morena y melena recogida en una coleta que permanecía inmutable, entretenido en mirarse las arrugas de sus manos. Era Daniel.
El curso había comenzado sin contar con todo el personal, uno de los becarios aún no había sido contratado y parecía que el asunto iba a tardar en resolverse. El director, -conociendo de trabajos anteriores mi buena disposición para conceder favores-, me preguntó si me importaba quedarme por las noches durante algún tiempo mientras llegaba el becario, además de cumplir el vespertino horario fijado en mi contrato. Consentí no solo por otorgar el favor a aquel pretencioso hombrecillo, sino porque, en mi todavía inexperiencia, pensaba que una petición del director era poco menos que una orden. Para hacer creíble mi simulada conformidad, -no dejaba de pensar en que aquella situación me apartaría del compromiso adquirido con las asignaturas de las que acababa de matricularme-, le argumenté que la experiencia me serviría para conocer a los nenes y el funcionamiento de aquella Residencia. Cosa que por otro lado era cierta.
Una semana bastó para advertir a flor de tierra el carácter de casi todos los niños. Todos menos el inaccesible Daniel. Mientras los demás niños manifestaban todo lo que eran con sus risas, quejas y gritos, él se mostraba imperturbable ante todo lo que ocurría en aquella casa. Evitaba los lugares donde estábamos los educadores y era parco en sus contestaciones. Jugaba poco, prefería charlar con sus más allegados y ponía mucho celo en no verse implicado en ningún conflicto. Lo que no le gustaba o no le convencía lo evitaba discretamente y cuando no podía escaquearse, cumplía con los mínimos exigidos con tal de no crearse problemas. Aún así, era manifiesto su liderazgo de un grupito de niños infinitamente más ingenuos e inconscientes, que se encargaban de materializar las trastadas que él ideaba.
Ojeando su expediente en la tranquilidad de la noche, supe como la vida azarosa de sus padres fue determinante para que acabara viviendo con sus abuelos maternos. Éstos tenían una tienducha, -de dudosa reputación-, donde almacenaban y vendían libros -y al parecer “algo más”-. Era la nave nodriza del tenderete con el que el abuelo recorría los pueblos de la provincia, -y mas allá-, para vender el género. Mientras, la abuela atendía el “negocio” entre una marabunta de libros. Daniel vivió sus primeros años de aquí para allá, sufriendo la indolencia de unos padres enfermos que acabaron en el trullo paradójicamente por atentar contra la salud de los demás. Criado por sus transgresores abuelos, acompañaba al viejo en sus andanzas relacionándose con todos los “inapropiados” personajes que desfilaban por la tienda o el tenderete. Hasta que la administración consideró que esa no era vida para él y lo internó en el Centro.
Desde el principio, todas las mañanas me encargaba de despertar ritualmente a la tropa colocándoles el “Closing time” de Tom Waits en el sobado radiocasete de la casa. Mientras sonaba aquel sosegado disco, los niños se desperezaban y protocolariamente iban cumpliendo el horario marcado, aseándose, vistiéndose y ordenando sus habitaciones antes de bajar al comedor para desayunar. Imaginaos mi sorpresa cuando después de un par de semanas intentando mantener alguna conversación con aquel muchacho sin éxito, éste eligiera para sentarse la mesa donde tomaba mi café matutino, adelantándose a alguno de los niños que solían acompañarme. Y más aún que se interesara por “el tipo” que cantaba al despertarlos.
- ¿Como se escribe?, -preguntó cuando le dije de quien se trataba-.
- T-O-M-W-A-I-T-S, -deletreé-.
- Está bien, -resolvió haciendome ver que le gustaba-.
En lo sucesivo, a medida que me fue dejando acercarme a él, pude ir apreciando su gran sensibilidad y el inmenso mundo interior que albergaba. Dueño de una inteligencia y mundología impresionantes, no dejaba de asombrarme durante el tiempo que dedicábamos al estudio por las tardes, con un sin fin de relatos sobre sus experiencias y teorías sobre el mundo. Las circunstancias le habían hecho ser un chico leído. Mientras los demás niños apenas llegaban a sonarles “Alicia” o “El Principito” y alguna poesía de J. R. Ramón Jiménez o F. García Lorca, Daniel estaba al tanto de la mitología, conocía las “Greguerías” de R. G. de la Serna y los heterónimos de F. Pessoa, estaba familiarizado con la obra de Maquiavelo y Dante,… eran numerosísimas las referencias que hacía a todos los libros que había hojeado mientras seguía a su abuelo con el que, entre otras cosas, también se inició en el mundo de la lectura. Si académicamente era un desastre, simplemente era porque no toleraba que nadie le dijera lo que tenia que hacer, cosa que le ocasionó más de un conflicto dentro y fuera de la casa. Pero, por encima de todo, había una cosa que no gustaba de Daniel -sobre todo a nuestro poco imaginativo director-: fumaba, -y no solo tabaco-. Si a eso unimos su depurada habilidad para manipular a los demás, eran razones mas que suficientes para considerarlo “problemático y una mala influencia para los demás”.
Cuando en el curso siguiente me trasladaron a otro centro, en otra ciudad, me llegaron noticias de Daniel. Me sorprendió saber que también él había sido trasladado por sus “conductas marginales” a un Centro de menores para su reforma (sic). Supongo que en la consideración de esas conductas no entraba la de la lectura.

4 comentarios:

ecasual dijo...

Muy interesante esta vivencia. Gracias por compartirla.

Saludos

almena dijo...

Ciertamente, grata experiencia la de conseguir acercarse a Daniel.

Un abrazo!

caminante dijo...

Interesante historia. Gracias.
Un fortísimo abrazo. Volveré.

Manolo Merino dijo...

Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar.

Gracias a todos por pasar por aqui.
Abrazos.

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Para el que sabe ver todo es transitorio