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miércoles, 4 de abril de 2007

GOOD MORNING, BUJALANCE.

De cuando en cuando, uno de mis amigos más cercanos, cuenta una anécdota heredada de su padre y que protagonizó un tío suyo. Una historia ambientada en esos tiempos en los que nosotros éramos niños y nuestros padres -para poder criar a su prole-, tenían que desplazarse a cortijos de otras provincias para trabajar en las campañas agrícolas de temporada. Durante aquellos inviernos -el tiempo que duraba la campaña de la recogida de aceituna-, un surtido grupo de personas de diversas familias ocupaba las humildes estancias de esos cortijos para convivir de una manera extremadamente rudimentaria y realizar titánicas jornadas de trabajo que transcurrían “de sol a sol”.
Corrían los primeros años 70 cuando una cuadrilla compuesta por varias personas del pueblo -el tío de mi amigo entre ellos-, se desplazó a un cortijo de Bujalance -en la provincia de Córdoba-, para recoger la aceituna de los olivares aledaños. Poco tiempo necesitaron para adaptarse a las modestas instalaciones de aquella hacienda y la rutina del trabajo. El día comenzaba cuando los jornaleros que ocupaban las frías habitaciones de una planta superior, despertaban paulatinamente, y a medida que se preparaban, se iban congregando en una gran estancia de la planta baja donde había una chimenea que además de ser la fuente de calor de la casa, hacia las veces de cocina. Cumpliendo diariamente con el mismo ritual, bajaban buscando el frugal desayuno que tomaban antes de marcharse al tajo y el calor del hogar de leña que previamente avivaba el primero que se levantaba.
Pero eso de entrar en calor no era tarea sencilla ya que cada mañana encontraban delante del fuego a los dos mansos e inmensos mastines del cortijo que como pasaban la noche fuera, al abrirse las puertas, se apresuraban para recostarse en el lugar más privilegiado de la chimenea. Se colocaban tan cerca que sus cuerpos creaban una barrera infranqueable tanto para el calor que irradiaba la lumbre como para los resignados jornaleros que tenían que conformarse con calentarse someramente las manos por encima de sus colosales hechuras. Con ellos allí era prácticamente imposible que se pudiera caldear la estancia. Todos los días se repetía la misma historia: la gente quejándose de que no podían calentarse y los perros haciéndose los remolones para no apartarse de la candela.
Harto de no poder acceder a las excelencias del fuego matutino y de las quejas de sus compañeros, esa misma mañana el protagonista de esta historia decidió poner remedio a tan delicado asunto. Discretamente pidió a la cuadrilla que se adelantaran al tajo poniendo alguna razonable excusa y asegurando que se reuniría con ellos en seguida. Cuando después de un rato se sumó al grupo, alguno de sus camaradas se animó para preguntar al rezagado -no sin guasa y deseoso de descubrir alguna intimidad fisiológica-, lo que había estado haciendo.
-“Nada” -contestó-. Tan parco y esquivo fue en su respuesta que nadie insistió en la broma y aquel asunto permaneció en el olvido.
Hasta la mañana siguiente.
Como cada día, los jornaleros se desperezaban mientras se aseaban y arreglaban el catre y diligentemente se preparaban para bajar al salón. Todo parecía igual que mañanas anteriores si no fuera porque cada vez que alguien entraba en la estancia y daba los buenos días los perros abandonaban la sala gimoteando con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas. Todo el mundo se preguntaba que les ocurría y aunque sospechaban del pariente de mi amigo, no pudieron sacarle palabra alguna sobre si tenía algo que ver con el extraño comportamiento de los canes.

Con el tiempo, un empleado de la finca llegó a relatar como aquella mañana, mientras preparaba algunos aperos cerca del cortijo, escuchó dentro de la hacienda unos gritos tremendos y unos ladridos aterradores. Alarmado, corrió hasta la casa tratando de imaginar la escena que pudiera haber estado teniendo lugar. Cuando llegó a la puerta se la encontró cerrada a cal y canto, resultando del todo imposible tanto entrar como salir. Comenzó a llamar y a gritar que abrieran la puerta, pero su voz quedaba anulada por el tremendo jaleo que había en el interior. Dijo haber escuchado como alguien gritaba sin cesar “¡¡Buenos días,... buenos días,...!!” mientras sonaban los terribles chasquidos de lo que parecía un látigo. A cada chasquido los perros proferían espantosos aullidos, presos en una espiral de dolor y pánico. Cuando por fin se abrió la puerta y los perros salieron en tropel, apareció tras ellos uno de los jornaleros que recolocándose la correa en sus pantalones, le saludó secamente pero cordial con un “Buenos días”. El empleado reconoció en ese campechano hombre la voz que minutos antes gritaba en el interior de la casa y sin comprender muy bien que había pasado quedó mudo y rascándose la gorra, viendo como el tío de mi amigo se alejaba de allí.

Imagen: Perro semihundido de F. de Goya. 1820/21. Museo del Prado.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

son las cinco y diez de la mañana nos a cabamos de despedir con hasta maqñana pero pasara un tiempecito hasta que nos volvamos a ver .Hemos leido buenos dias Bujalance , bueno Pedro porque a mi no me dado tiempo, mañana lo leere con mas tiempo. Me voy a dormir . Hasta porto.

_+*+_ AFR _+*+_ dijo...

Pasaba a saludar. Bien contado tu relato.
Saludos.

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Para el que sabe ver todo es transitorio