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domingo, 2 de marzo de 2008

VIDA PERRA.

El trabajo que realizábamos con Rolando se basaba en la expresión corporal y la espontaneidad. Eran muchos los juegos de improvisación que el chileno nos proponía, sobre todo para relajarnos, elevar nuestra estima y reforzar la confianza del grupo de adolescentes que éramos. Las tardes pasaban entre risas y relajadas conversaciones donde nos asomábamos a nuestros fondos a través de la opinión que nos merecía conceptos como los de dios, el más allá o la vida alienígena.
Como la inquisitiva sombra del concejal de cultura sobrevolaba nuestras cabezas, tácitamente Rolando estaba obligado a demostrar la rentabilidad de su trabajo poniendo en escena la labor que veníamos realizando, asi que entre risas y debates, nos afanábamos en preparar el espectáculo que representaríamos en las fiestas del pueblo. La función consistiría en la escenificación de varios números clásicos de mimo (“La pulga”, “El pelo”, “David y Goliat”,…) y una obrita corta que desarrollamos mediante la improvisación a partir de la breve sinopsis que nos propuso el chileno, un pequeño montaje donde contábamos la delicada e inquietante historia de un hombre a quien la presión de una ingrata y exigente sociedad le lleva primero a la desesperación y mas tarde a la locura. Llevaba por titulo “El Hombre Que Se Convirtió En Perro”.
La historia tiene un buen comienzo: una joven pareja de recién casados prepara con ilusión la humilde casa que va a habitar. Hablan de planes de futuro y de los pasos que seguirán para conseguir lo que desean: una feliz vida tradicional, despreocupada y sin sobresaltos. Disfrutan del amor que se profesan y se entregan con entusiasmo a la rutina de sus vidas, ella como excelente ama de casa y él como abnegado empleado en un comercio. Pero esta historia acaba en tragedia y el momento en que todo comienza a ir mal se puede situar cuando la empresa donde trabaja el protagonista decide reducir plantilla, despidiendo a los últimos que fueron admitidos, nuestro personaje entre ellos. La pérdida de su empleo es la primera de una serie de circunstancias que van minando el ánimo del hombre hasta más allá de lo que puede soportar.
Aunque enseguida se pone manos a la obra para encontrar un nuevo trabajo -que vuelva a situar las cosas en su lugar-, sólo después de invertir bastante tiempo y esfuerzo -y por muy surrealista que parezca-, el único empleo que le ofrecen es el de trabajar como perro guardián en un edificio de oficinas. En principio se muestra reacio a asumirlo, pero las deudas y préstamos contraídos con comercios y bancos le obligan a aceptar tan insólito trabajo. Se entrega así a una labor denigrante donde además de trabajar día y noche, tiene que actuar como se espera que actúe un perro cancerbero. A cada rato es corregido por su patrón que le obliga no solo a ir a cuatro patas y ladrar cuando alguien se acerca, sino también a usar la destartalada caseta para perros de la entrada del edificio y a no abandonar su puesto ya llueva, truene o nieve.
Su ánimo y su salud se van resintiendo a medida que pasan los días. Sin decir nada a su esposa para no preocuparla, decide abandonar el trabajo esperanzado en encontrar algo mejor, pero pasa el tiempo y su situación, lejos de mejorar, se agrava cuando al recibir la noticia de que esperan un hijo, vuelve a aceptar el mismo empleo -esta vez con peores condiciones: más horas y menos dinero-.
A fuerza de actuar como un perro, nota como cada vez le cuesta más dejar de hacerlo. En casa prefiere comer la carne cruda o las sobras de la comida -cada día más frugal-, que prepara su mujer y cuando oye voces en las escaleras, corre como loco a ladrar detrás de la puerta. Llega a no ser consciente cuando olisquea las esquinas antes de orinarlas sin ningún reparo -y para asombro de los viandantes-; cuando persigue a los coches en marcha o gira sobre sí tratando de morderse los faldones de la camisa. Con la razón trastornada y sin dinero para que un médico trate su mal, acaba siendo abandonado por su mujer que aterrada trata de poner a salvo a su hijo. La escena final muestra a un hombre completamente enajenado, aullando por las calles e intentando morder a la gente, hasta que unos operarios del ayuntamiento lo atrapan para llevarlo a la perrera.

1 comentario:

Isabel dijo...

Impresionante historia,desde luego; tan impactante que me deja reflexiva.
¿Hasta dónde es capaz de soportar un hombre sin volverse loco?
Vaya pregunta,eh...
Me recuerda las viviencias al límite en los campos de concentración judíos,por ejemplo....
Un abrazo,amigo.

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Para el que sabe ver todo es transitorio