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miércoles, 26 de agosto de 2009

CURSILLOS DE NATACIÓN.

Desde mi infancia obra en mi poder un diploma que me acredita como “Carpa”, esto es, que en lo tocante a mi habilidad para desenvolverme en el agua, se me considera capacitado para zambullirme y flotar adecuadamente. Nada más lejos de la realidad, ya que si existiera la categoría “Pez de plomo” yo sería uno de sus más cabales representantes.
Mi amigo Miguel se apuntó para “aprender a nadar” justo el verano en el que el par de años que le llevaba empezaba a manifestarse con el desconcertante achichonamiento de mis tetillas y la aparición de una grotesca pelusa en mi bigote. Su insistencia para que lo acompañara -y la de mi madre, siempre pendiente de que no me perdiera ninguna de las oportunidades que ella pudiera considerar fundamentales-, fue tanta que no me quedó más remedio que asistir al condenado último cursillo de natación de aquel verano.
Desde el primer día en aquel sarao supe que nunca llegaría a sentirme “como pez en el agua”, los niños que serían nuestros compañeros apenas tenían la edad de Miguel y los muy cabritos, a fuerza de haber estado todo el verano dándole que te pego al trampolín, se movían en el agua como si verdaderamente hubieran nacido en ella.
Comenzábamos las sesiones haciendo calentamientos de brazos y piernas, haciéndolos girar de todas las suertes posibles -hasta que no podíamos aguantar el dolor-, luego, ya sudorosos, nos duchábamos -con un agua tan gélida que casi siempre acababa por dolerme la cabeza-, para después prolongar el martirio en alguna de las dos piscinas de las que disponíamos.
Baldomero, el monitor, era un muchachote que siempre andaba presto a enseñar a flotar al grupo de críos de turno y su palmito al grupo de gachís que pululara por allí en ese instante, por lo que la mayoría de las veces los nenes pasaban la mayor parte del tiempo correteando de aquí para allá o haciendo el indio en la piscina chica, dándose ahogadillas los unos a los otros, practicando la versión más salvaje del balonvolea o tirándose de la manera mas peligrosa posible por la parte más honda, hasta que Baldomero llamaba al orden o decidía que era hora de meterse en la piscina grande -la que cubría-, para practicar la zambullida, mover las piernas apoyados en el borde o hacerse “un ancho” con ayuda de un flotador.
No hubo día que no temiera el momento de meterme en alguna de las dos piscinas. En la chica porque nunca faltó el imbécil que tratara de ahogarte “a las primeras de cambio” y en la grande, porque me aterraba la idea de que, sin hacer pie, pudieran hacerme lo mismo que hacían en la chica. Durante los días que durara el cursillo sufriría uno de los mayores suplicios de mi vida. Cuando llegaba el momento de meternos en la piscina chica, mientras que todos corrían como locos para zambullirse estrepitosamente, yo me hacía el remolón para encontrar el sitio mas despejado del borde, allí me sentaba y cuando las circunstancias acompañaban -cuando no había nadie empujándome o esperándome en el agua, quiero decir-, me metía de a poquito y trataba de disfrutar a mi manera de aquel hervidero. Cuando tocaba la grande, me las ingeniaba para bajar al agua a hurtadillas por las escaleras, siempre procuraba pasar desapercibido entre los chapoteos de aquella excitada horda, que como podía mantenía a raya y por supuesto, nunca me ofrecía voluntario para practicar ejercicios nuevos.
Pero pasó que un día, Baldomero se dio cuenta de mis evasivos ademanes y pasó que quiso que adelantara todo lo que ya no podía adelantar en un solo día. Cuando me llamó a su lado, cerca de la piscina grande, me temblaban las piernas. Conociendo mi miedo al agua, trató de que lo superara a golpe de zambullida y me propuso saltar al agua con él, asegurándome que estaría a mi lado para ayudarme a asir el borde. Me pidió que confiara y confié, así que contamos hasta tres,… uno, dos y… ¡Choof!,… salté solo.
A medida que caía veía como se quedaba atrás quién iba a ayudarme a encontrar el apoyo que seguramente necesitaría allá abajo y sentí verdadero pánico. Conforme me hundía, a través del oscilante balanceo del agua, observé como Baldomero saltaba tras de mí y apenas sentí su contacto, me aferré a él como una lapa para asegurarme de no volver a perderlo. Peleamos, peleamos y peleamos, hasta que pudo zafarse de mí como si Sigourney Weaver se zafara del mismisimo “octavo pasajero”.
- ¡Nunca te cojas a mí así!,… -gritaba-… ¡es que ¿quieres que nos ahoguemos los dos?! -me reprochaba mientras tratábamos de recobrar el resuello-.

Quizá esa fuera la semilla para que más tarde pudiera entender que cuando uno se hunde y más necesita de alguien, nunca debe arrastrarlo consigo.

2 comentarios:

edmundo serna ruz dijo...

Magnifica forma de llevarnos hasta el borde de la piscina de tus recuerdos y, cuan gamberrete al uso, dar un empujon taicionero que nos hace caer en aquel tiempo de cursillos municipales y justificadisimas fobias infantiles... aqui me tienes que por un momento he hecho el tonto desde el trampolín grande para terminar bajandome, acojonado y aferrado a la barandilla, por la escalera.
Un grato chapuzon en remembranza de aquellos peleados años.Salud y otra vez gracias.

Manolo Merino dijo...

Dentro de las secuelas de aquel cursillo, podría contar como cuando íba de "campamentos", más de una vez castigué injustamente a los chiquillos que estaban a mi cargo, con tal de que no se metieran en la piscina, -evitando así tener que intervenir en lo que no andaba muy ducho-... una cosa.

Pero espero expiar las faltas que haya podido cometer debido a esta fobia mia, intentando aprender de a poquito a defenderme en el agua.

Salud.

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Para el que sabe ver todo es transitorio