EL DESQUITE.
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Tenía su propia manera de enumerar las cosas, estuviera en la situación que estuviera, después de “uno” nunca decía “dos”, en su lugar siempre colocaba un “otro”. Y lo hacía con tanta naturalidad, que ha tenido que pasar el tiempo para poder comprender la socarronería que tan hábilmente desplegaba para estar cerca de los demás. Hago memoria y lo veo claramente frente a mí mientras hacía los deberes con la mesa repleta de lápices:
-Aaamigo,… ¡estás rico! -decía señalando con un gesto mis lápices de colores para ayudarme a entender de qué hablaba- …a ver,... uno, “otro”, tres, cuatro,… ¿y todos te sirven?.
Yo sonreía. Él también.
En una tarde como ésta -de gris invierno quiero decir-, presencié como se las gastaba después de sufrir la injusticia de un acto vandálico. Llegó a casa ofuscado, refunfuñando y cuestionando la moralidad materna de “vetetúasaberquién”. Mascullaba algo sobre su moto, una Derbi de 49 cc. que utilizaba para ir a trabajar al campo y que tenía una pegatina recordando el -por aquel entonces-, tricampeonato del mundo conseguido por Ángel Nieto. Al parecer, según contaba a mi madre, la queja venía porque “algún desgraciado” le había birlado el tapón del depósito de gasolina. Por su narración, -plagada de tacos, blasfemias y amenazas-, pudimos saber como se las había ingeniado para llegar a casa bajo la lluvia, improvisando un nuevo tapón con un trozo plástico. Nadie se atrevía a decir esta boca es mía, mi madre intentaba apaciguarlo diciendo que probablemente pudiera conseguir otro al día siguiente en el taller de “Carrilero” -así se apellida quién todavía lo regenta-, pero él insistía en que lo solucionaría esa misma noche. Se lavó, se puso un hato limpio y se marchó, según dijo, a visitar a su madre. Otras veces me hubiera invitado a ver a mi abuela, pero aquella tarde no lo hizo.
Llegó la noche con la preocupación de mi madre de donde se habría metido “este hombre” y a medida que pasaba el tiempo, cobraba mas fuerza la posibilidad de que se hubiera “entretenido donde no debiera”. Y así fue. Cuando entró mi padre a la salita, el olor a taberna se notaba a la legua, en su cara brillaba un aire de satisfacción que en un principio achacamos a la evidente intoxicación etílica que llevaba a cuestas, pero cuando se sentó supimos el porqué de su regocijo.
En el momento en el que mi madre fue a la cocina para calentarle la comida, él empezó a contar mientras se sacaba de los bolsillos los tapones de depósito de gasolina de las motos que había ido encontrando en el trayecto desde la taberna a casa.
- Uno, “otro”, tres,… -así hasta siete-,… y ahora, ¡que me lo quiten otra vez! -sentenció-.
A mi hermana y a mi se nos abrían los ojos como platos a cada tapón que sacaba de sus bolsillos y si digo la verdad, desde mi corta edad deseaba que aquello no acabara nunca, ajeno a la vindicación que acababa de ejecutar mi padre.
Cuando mi madre llegó para servirle su plato y vio la mesa llena de tapones lo tachó de sinvergüenza para arriba y claro está, se lió la pelotera. Pero él ni se inmutó, por mucho que mi madre le reprochara lo que acababa de hacer, terminó de comer y se fue a probar los tapones para ver cual le venía bien a su moto. Yo me escurrí de tapadillo con él para comprobar que de los siete tapones, sólo podía utilizar dos. Cuando le pregunté que si podía quedarme con el resto me espetó:
-Esto no es para jugar.
1 comentario:
Ay hombre me has hecho reir y sonreir...uno, otro, que bueno el ingenio de sr. Me encanto el relato y la ejecucion final nunca me lo hubiese imaginado. Cuidate.
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