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domingo, 1 de febrero de 2009

EL DESQUITE.

Ya contaba aquí que mi padre no era un hombre de letras,… aunque tampoco lo fue de números.
Tenía su propia manera de enumerar las cosas, estuviera en la situación que estuviera, después de “uno” nunca decía “dos”, en su lugar siempre colocaba un “otro”. Y lo hacía con tanta naturalidad, que ha tenido que pasar el tiempo para poder comprender la socarronería que tan hábilmente desplegaba para estar cerca de los demás. Hago memoria y lo veo claramente frente a mí mientras hacía los deberes con la mesa repleta de lápices:
-Aaamigo,… ¡estás rico! -decía señalando con un gesto mis lápices de colores para ayudarme a entender de qué hablaba- …a ver,... uno, “otro”, tres, cuatro,… ¿y todos te sirven?.
Yo sonreía. Él también.
En una tarde como ésta -de gris invierno quiero decir-, presencié como se las gastaba después de sufrir la injusticia de un acto vandálico. Llegó a casa ofuscado, refunfuñando y cuestionando la moralidad materna de “vetetúasaberquién”. Mascullaba algo sobre su moto, una Derbi de 49 cc. que utilizaba para ir a trabajar al campo y que tenía una pegatina recordando el -por aquel entonces-, tricampeonato del mundo conseguido por Ángel Nieto. Al parecer, según contaba a mi madre, la queja venía porque “algún desgraciado” le había birlado el tapón del depósito de gasolina. Por su narración, -plagada de tacos, blasfemias y amenazas-, pudimos saber como se las había ingeniado para llegar a casa bajo la lluvia, improvisando un nuevo tapón con un trozo plástico. Nadie se atrevía a decir esta boca es mía, mi madre intentaba apaciguarlo diciendo que probablemente pudiera conseguir otro al día siguiente en el taller de “Carrilero” -así se apellida quién todavía lo regenta-, pero él insistía en que lo solucionaría esa misma noche. Se lavó, se puso un hato limpio y se marchó, según dijo, a visitar a su madre. Otras veces me hubiera invitado a ver a mi abuela, pero aquella tarde no lo hizo.
Llegó la noche con la preocupación de mi madre de donde se habría metido “este hombre” y a medida que pasaba el tiempo, cobraba mas fuerza la posibilidad de que se hubiera “entretenido donde no debiera”. Y así fue. Cuando entró mi padre a la salita, el olor a taberna se notaba a la legua, en su cara brillaba un aire de satisfacción que en un principio achacamos a la evidente intoxicación etílica que llevaba a cuestas, pero cuando se sentó supimos el porqué de su regocijo.
En el momento en el que mi madre fue a la cocina para calentarle la comida, él empezó a contar mientras se sacaba de los bolsillos los tapones de depósito de gasolina de las motos que había ido encontrando en el trayecto desde la taberna a casa.
- Uno, “otro”, tres,… -así hasta siete-,… y ahora, ¡que me lo quiten otra vez! -sentenció-.
A mi hermana y a mi se nos abrían los ojos como platos a cada tapón que sacaba de sus bolsillos y si digo la verdad, desde mi corta edad deseaba que aquello no acabara nunca, ajeno a la vindicación que acababa de ejecutar mi padre.
Cuando mi madre llegó para servirle su plato y vio la mesa llena de tapones lo tachó de sinvergüenza para arriba y claro está, se lió la pelotera. Pero él ni se inmutó, por mucho que mi madre le reprochara lo que acababa de hacer, terminó de comer y se fue a probar los tapones para ver cual le venía bien a su moto. Yo me escurrí de tapadillo con él para comprobar que de los siete tapones, sólo podía utilizar dos. Cuando le pregunté que si podía quedarme con el resto me espetó:
-Esto no es para jugar.

1 comentario:

CONSCIENCIA dijo...

Ay hombre me has hecho reir y sonreir...uno, otro, que bueno el ingenio de sr. Me encanto el relato y la ejecucion final nunca me lo hubiese imaginado. Cuidate.

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Para el que sabe ver todo es transitorio